Astor Piazzolla no es santo de mi devoción, pero es muy apreciado por los amantes de la música clásica. Recuerdo que Gidon Kremer, famoso violinista letón, lo comparó en un reportaje con Schubert, afirmando que, como éste, era un maestro de las formas pequeñas.
¡Formidable homenaje! Schubert me encanta. Como él, también Chopin y John Field, creador del nocturno para piano, descollaron en las piezas breves, por no hablar de las bellísimas Canciones sin Palabras de Mendelssohn, así como de las composiciones ligeras de Elgar o de Delius, y otras de más hondo calado de Debussy o de Ravel.
Todo esto lo traigo a cuento, porque he tenido entre mis manos y lo he disfrutado a mis anchas un rutilante joyel: "El Libro de la Vida", de Juan José Hoyos, reeditado hace poco por Sílaba Editores en Medellín.
Sobra decir que la edición de la que mi maestro Miguel Moreno Jaramillo habría calificado como una obrecilla, en razón de sus dimensiones, es primorosa, exquisita. Pero más lo es su contenido, 24 ensayos breves, cada uno de los cuáles se lee en minutos, pero deja una muy grata impresión en la mente.
Bien dijo Gracián que "Lo bueno, si breve, dos veces bueno".
El libro de Juan José cumple a cabalidad con esa consigna. Además, su temática es muy variada. Evoca sus viajes por ese ingente mundo de los libros al que desde niño se acercó a partir de un viejo y descuadernado Diccionario Larousse que quedó como herencia de su abuelo paterno, y del carné que le otorgó la por ese entonces recién abierta Biblioteca Pública Piloto de Medellín.
Lector voraz e infatigable, abierto a las mejores influencias literarias, nos ofrece sus visiones acerca de diversos textos y autores que han llamado su atención, para cerrar con "El Libro de la Vida", una breve crónica sobre Santa Teresa de Ávila, que según sus palabras "fue santa y fue poeta. Y después de su muerte, su alma blanca todavía vela sobre la tierra oscura como un centinela en lo alto de la noche".
Escrito haciendo gala del mejor castellano y una muy delicada sensibilidad, es un libro inspirador que cumple la bella consigna del prefacio de la misa católica: "Sursum corda", esto es, "Elevad los corazones". Nada repelente hay en él; por el contrario, como reza un texto del Evangelio de San Juan que solía citar Borges, por sus páginas se siente que recorre el soplo del Espíritu.
Dentro del tintero quedan nuestras conversaciones sobre Pascal, de quien tanto él como yo somos devotos. Por lo pronto, me apresto a disfrutar de un invaluable regalo que acaba de hacerme con gentil dedicatoria: "La música en el castillo del cielo-Un retrato de Johann Sebastian Bach", de John Elliot Gardiner (Acantilado, Barcelona, 2015).
He dicho a menudo que para mí la buena música es un anticipo del Cielo, y el compositor que más eleva mi espíritu es precisamente Bach. En la soledad que impone mi viudez, escucho música todos los días, y la que más frecuento es la de Bach, no sin desconocer el mérito insigne de la "Bendición de Dios en la soledad", de Franz Liszt.
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