En tiempos de Samper, Don Hernán Echavarría Olózaga se quejaba de que Colombia tuviera un granuja en la jefatura del Estado. Hoy nos desgobierna alguien de peor calaña, que con su talante zafio, sus peroratas ofensivas y sus comportamientos desatinados demuestra su indignidad respecto de la alta investidura que ostenta.
El vulgar papelón de Panamá da cuenta de que no se respeta a sí mismo, ni a su familia, ni a la hospitalidad del país vecino, ni muchísimo menos a la gente de bien de nuestra patria.
Sus discursos destilan odio, resentimiento, envidia, agresividad, maledicencia y, en fin, una actitud claramente hostil llamada a azuzar al pueblo contra los que él ha graduado de enemigos. Su verbo ponzoñoso convoca a la violencia, no obstante sus mendaces llamados dizque a una paz total.
Transcurrida ya la mitad de su mandato constitucional, lo que tiene para mostrar es una obra de demolición de la institucionalidad que a lo largo de años fatigosamente hemos organizado.
Como ya va cuesta abajo, empiezan ahora a agitarse posibles candidaturas para las elecciones que ojalá no se frustren en 2026.
Como dijo alguna vez Carlos lleras Restrepo, la consigna es "al agua, patos". Puede haber muchos buenos aspirantes a reemplazar al que para nuestro infortunio hoy nos desgobierna. Ya suenan algunos, pero hay que darle tiempo al tiempo para que otros se manifiesten.
No sobra hacer algunas advertencias al respecto.
En primer lugar, quien aspire a ganar el favor ciudadano debe exhibir respetabilidad, que es condición sine que non para un buen gobierno. No basta con adquirir el poder, pues si éste no se reviste de autoridad moral sus empeños serán irrisorios. Un dirigente del que los súbditos se burlen, como sucede con el actual inquilino de la Casa de Nariño, no puede obtener los apoyos que se requieren para una gestión exitosa.
En segundo lugar, hay que convocar a las fuerzas vivas de la nación para reconstruir lo que en estos dos fatídicos años se ha desquiciado, comenzando con la austeridad las finanzas públicas y su aplicación a las más apremiantes necesidades populares.
Esa convocatoria tiene que partir de la base del buen entendimiento entre el sector público y el privado, que es el secreto del éxito de las democracias occidentales. La libre iniciativa individual adecuadamente regulada por el Estado muestra que es la fórmula más adecuada para la promoción del bien común.
En tercer lugar, la reconstrucción del tejido comunitario conlleva un denodado esfuerzo para superar la profunda crisis moral que nos agobia. No basta con declararse enemigo de la corrupción, sino actuar como tal. Padecemos un desgobierno que clama contra los corruptos, pero los acoge benévolamente en su seno. ¿Qué decir de quien dice representarnos ante la FAO, por ejemplo?
En cuarto lugar, hay que superar la dicotomía entre derecha e izquierda, que parece reproducir la de Escila y Caribdis de la mitología clásica. Mejorar las condiciones de vida de la población es un imperativo ineludible, pero ello no se logra multiplicando dádivas a la bartola ni hostigando a los emprendedores, sino con un esfuerzo pragmático que estimule a éstos y beneficie a los menesterosos.
Last, but not least, los aspirantes deben prestar oídos a las voces sensatas que alertan sobre la necesidad de ponerse de acuerdo en las fórmulas de selección de los más opcionados, de modo que puedan presentar un frente común capaz de superar las asechanzas del demonio que nos desgobierna y aspira a perpetuarse en el poder, así sea en cuerpo ajeno y haciendo gala de todas las triquiñuelas de que es capaz.
No olvidemos que Colombia vive las horas más críticas de su historia. De la buena voluntad y el buen sentido de sus dirigentes depende que transite por buen camino en los tiempos venideros.