Por una muy amable invitación de la Facultad de Derecho de la UPB hube de dictar en este semestre cuyo fin se aproxima un curso de Dogmática Constitucional Colombiana.
Como su nombre lo indica, el contenido de la materia versa sobre la parte dogmática de la Constitución.
Es bien sabido que en la doctrina suele distinguirse en toda Constitución una parte dogmática, que atañe a los principios fundamentales que la inspiran, y una parte orgánica, contentiva de normas de detalle sobre la ordenación de los poderes públicos y sus relaciones con las comunidades y los individuos.
La línea divisoria entre ambos segmentos no es nítida, pero la distinción es importante porque la parte orgánica se inspira en la dogmática y, en tal virtud, la jurisprudencia considera que sus disposiciones no solo deben aplicarse en función de los principios básicos, sino que no pueden contrariarlos.
De ese modo, se ha llegado a sostener que hay normas de la parte orgánica que son prácticamente inexequibles, a menos que se las entienda en el sentido e incluso bajo la redacción que la jurisprudencia impone.
No menos importante es, además, la tesis según la cual los "elementos basilares" de la Constitución no pueden modificarse por el Congreso, sino por una Asamblea Constituyente elegida por el voto ciudadano con ese propósito.
Según ello, hay en la Constitución unas "cláusulas pétreas" que hacen de ella un estatuto bastante rígido, aunque no del todo.
Cuáles sean esos "elementos basilares" o "pétreos" resulta, a primera vista, asunto de ardua dilucidación. De hecho, ellos se ponen de manifiesto cuando la Corte Constitucional decide proferir un fallo político que le brinde la oportunidad de hacer gala del supremo poder de guardiana de la integridad y supremacía de la Constitución que le confiere el artículo 241 de la misma.
Un viejo y discutible dicho del constitucionalismo norteamericano reza que "La Constitución es lo que la Suprema Corte diga que es". Esto significa que los jueces constitucionales identifican el contenido de la normatividad suprema del Estado y, de esa manera, deciden sobre sus alcances.
Nuestra Corte Constitucional ha echado mano de ese dogma y lo aplica al pie de la letra, llegando a afirmar que entre la Constitución y su competencia para definirla "no se interpone ni una hoja de papel". Como es un organismo que carece de controles efectivos y de todo espíritu de autocontrol, en la práctica se arroga la función constituyente.
Por lo tanto, cuando uno se pregunta acerca de cuál es la Constitución que la Corte Constitucional debe salvaguardar en su integridad y su supremacía, no puede ofrecer una respuesta decisiva. Por supuesto que ahí entran los textos de la Constitución Política de 1991 y los Actos Legislativos que la adicionan y reforman. Pero a ellos hay que agregarles las disposiciones del Bloque de Constitucionalidad a que alude el artículo 94 de la Constitución, los contenidos de la jurisprudencia constitucional y ese etéreo "Espíritu de la Constitución" que los magistrados de la Corte Constitucional invocan y canalizan como si fuesen médiums que entran en contacto con entidades inmateriales que se manifiestan a través de ellos.
Aunque en principio toda Constitución se basa en alguna ideología dominante, la nuestra es hija de un espíritu de compromiso que alberga una variada gama de influencias conceptuales que dan margen a muchísimas posibilidades interpretativas. En términos religiosos, podríamos decir que su nota dominante la da el sincretismo. En otras palabras, es una colcha de retazos.
Se supone que el ordenamiento jurídico del Estado se funda en normas claras y en principios sólidos a los que las autoridades y los súbditos pueden saber a qué atenerse. Este es un requisito de la racionalidad del sistema. Pero si la normatividad fundamental es aleatoria y evanescente, o como diría Montaigne, "cosa vaga, vana y ondulante", lo que se impone, en términos de Karl Schmitt, es un decisionismo voluntarista que reproduce el principio "Rex voluntas suprema lex est", que a juicio de Kelsen es la regla de oro del absolutismo monárquico.
Aunque el artículo 3 de la Constitución dice pomposamente que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de hecho Santos y sus cómplices del Congreso y la Corte Constitucional la han conculcado descaradamente. De ello da cuenta el grosero desconocimiento de la voluntad popular que se manifestó en el plebiscito del dos de octubre del año pasado, dando lugar lugar a una arbitraria refrendación y puesta en marcha del NAF, cuyo contenido se lleva de calle a las claras la normatividad constitucional.
En sana lógica, la Corte Constitucional habría tenido que decir que ese remedo de estatuto solo es susceptible de imponerse a través del procedimiento que ella misma ha indicado que es el único viable para sustituir en todo o en parte las bases de la Constitución. Pero la racionalidad jurídica ha desaparecido en las altas esferas del poder, las cuales se han precipitado hacia el abismo de la arbitrariedad.
Desde el primer día de clase les advertí a mis alumnos que en Colombia que lo que hay entre nosotros en estos momentos es un régimen de facto que sigue los dictados del contubernio de Santos con las Farc, bajo la influencia del gobierno cubano. Estamos ya en una etapa de transición institucional que no sabemos a qué reglas se ciñe ni hacia dónde nos llevará. Tal como lo he señalado en otras ocasiones, mi opinión es que vamos hacia un agujero negro.
Santos podría exclamar, haciendo suyas las palabras de Núñez , cuando por el modo del "balconazo", como lo calificó Germán Arciniegas, expidió la partida de defunción de la Constitución de 1863, que "la Consitución de 1991 ha dejado de existir".