Casi todos los ordenamientos constitucionales constan hoy por escrito, lo que supone que indican a qué deben atenerse gobernantes y gobernados sobre sus estipulaciones. Pero ello no garantiza la certidumbre de sus contenidos, ya que los textos pueden exhibir vacíos, contradicciones y ambigüedades que sea necesario superar mediante la interpretación.
Hay algo más: en los textos tenemos qué distinguir lo explícito y lo implícito. Cada uno ofrece algún significado que puede parecer nítido a primera vista, pero el mismo se inserta en una abigarrada red de referencias más amplias sobre las cuáles versa una difícil materia jurídica, la hermenéutica.
Hay que considerar que el derecho no sólo consta de normas que se ajustan a la fórmula dado A debe ser B, pues ellas remiten a conceptos y principios que los ordenamientos no siempre definen con precisión, de modo que se hace necesario examinarlos mediante recursos que suministra la cultura jurídica y, en últimas, la cultura misma.
Tradicionalmente esos recursos los aportaban las creencias religiosas, pero el secularismo impuesto por la modernidad ha dado lugar a que los referentes supremos del derecho ubiquen en las ideologías, que intentan sustituir en los tiempos que corren a las religiones y se comportan en la práctica del mismo modo que éstas. Dicho en otros términos, la fe que antaño se depositaba en las religiones ahora se nutre de las ideologías.
Hay Constituciones fundadas en ideologías más o menos nítidas, como ha sucedido con las de los regímenes comunistas. Pero otras, como la nuestra, adolecen de lo que sin duda podemos llamar un sincretismo ideológico, pues abrevan en distintas fuentes y sus orientaciones pueden dar lugar a muy variadas respuestas.
Se sigue de ello que en la identificación, la interpretación y la aplicación de la normatividad constitucional caben diversas soluciones que dependen de las ideologías de los operadores jurídicos.
Ahí es donde hace presencia la política en el ámbito judicial.
Pero se trata de la alta política, la que se nutre de ideas sobre la justicia y el bien común a que hace referencia la Constitución misma.
Desde este punto de vista, pueden advertirse dos grandes tendencias: la de quienes tratan de ceñirse con rigor a los enunciados constitucionales, a los que suele motejarse de conservadores o integristas, y la de aquéllos que tratan de ir más allá de los textos para adaptarlos bien sea a nuevas realidades, ora a sus propias valoraciones ideológicas. Son éstos los llamados partidarios del activismo judicial, que suelen cubrirse con el ropaje de un muy discutible progresismo.
La Corte Suprema de Justicia norteamericana ilustra sobre estas tendencias, las cuáles reflejan los grandes debates ideológicos que se dan en el escenario del país. Son debates de nunca acabar, pues remiten a concepciones muy diferentes y a menudo irreconciliables.
Lo anotado se inscribe dentro de la vida del derecho y se hace menester reconocerlo como un dato ineluctable de su realidad. De hecho, la justicia constitucional es política, repito que en el más alto sentido de la expresión.
El juez constitucional, como cualquiera otro juez, debe ceñirse a sus convicciones, a su sentido del deber, a los ideales que su conciencia le indique sobre lo justo y la interpretación correcta de la normatividad. Debe ser independiente, imparcial y objetivo en la consideración de los hechos sobre los que le corresponda pronunciarse.
Pero al lado de la alta política medra la baja que sigue los impulsos de quienes ostentan el poder, lo resisten o buscan influir en el mismo. Los que se mueven en este medio tratan de manipular la normatividad para acomodarla a sus propósitos, no para que ella se cumpla razonablemente, sino más bien para distorsionarla e incluso destruirla.
Nuestro país padece hoy un desgobierno que en aras de sus delirios de cambio no busca proteger la institucionalidad, sino demolerla, y es refractario a los controles que obran de acuerdo con la separación de poderes. Pretende que todos ellos se plieguen a sus propósitos y toleren sus desafueros. El júbilo que ha manifestado quien lo ocupa por la reciente elección de un magistrado de la Corte Constitucional que considera fiel a su política, no la alta sino la baja, constituye un indicio grave tanto de su falta de respeto por la institucionalidad como por la persona misma del elegido.
En efecto, no espera de él que cumpla con su deber de magistrado, sino que sea un instrumento útil para sus designios, tales como promover una constituyente por fuera de lo que al respecto dispone la Constitución o eludirla para superar las barreras que la misma ha establecido para frenar la reelección presidencial.
Ojalá que el nuevo magistrado dé muestras de algo que cada vez escasea más en nuestro país: carácter para cumplir con su deber, respeto por el juramento que ha de prestar cuando se posesiones de su cargo.