domingo, 25 de agosto de 2019

Un reportaje polémico

Mi apreciado amigo William Calderón, el famoso Barbero, entrevistó hace poco en su popular programa "La Barbería de Calderón" al expresidente Ernesto Samper Pizano (vid. https://youtu.be/wa3Jm8hx0zA). 

Samper no es santo de mi devoción, como tampoco lo es para muchos. Pero no se puede negar que goza de inteligencia y sentido del humor, amén de un adecuado conocimiento de la realidad política colombiana.

A no pocos les puede haber producido urticaria que William lo hubiera llevado a su programa. Pero es una muestra de su apertura respecto de las diversas tendencias que obran en el escenario nacional. Es lo que se llama equilibrio informativo.

No entraré en el análisis de lo que ha dicho Samper respecto de cuestiones debatidas del pasado y especialmente lo que podríamos considerar como "sacadas de clavo" respecto de sus contradictores políticos.

Más interesante, a mi juicio, es su visión de la actualidad, con la que en buena  medida debo manifestar que estoy de acuerdo.

Hace hincapié Samper en el clima anímico de polarización que prevalece hoy en Colombia, similar a su juicio al que reinaba en 1949, es decir, hace 70 años. Trae a colación un libro reciente de Herbert Braun cuyo título es precisamente ese, 1949. No lo tengo y por supuesto no lo he leído, pues mis dificultades para moverme me han alejado de las librerías. Pero Braun es un historiador competente y sus aportes son dignos de recibirse con interés.

Pues bien, ese año de 1949 fue fatídico para el país. El enfrentamiento de los partidos tradicionales llegó a extremos inconcebibles. La violencia se generalizó en casi todo el territorio, la pugnacidad de los dirigentes condujo al tristemente célebre abaleo en el recinto de la Cámara de Representantes, en las calles de Bogotá un atentado contra el candidato liberal Darío Echandía cobró la vida de un hermano suyo, en un debate en el Senado Carlos Lleras Restrepo prohibió el saludo entre liberales y conservadores, el presidente Ospina Pérez cerró el Congreso y decretó un estado de sitio que perduró una década, etc.

Como dice una canción de Valente y Cáceres que se escuchaba profusamente hace años por estos lares, en esa época se desató "el huracán de las pasiones". Al discurso del odio le siguió como consecuencia natural la violencia genocida que dio lugar más tarde a que se justificara el golpe militar del general Rojas Pinilla, quien asumió la presidencia el 13 de junio de 1953 bajo la consigna de "no más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido político".

Todavía no estamos presenciando esos extremos, pero principio tienen las cosas. La feroz arremetida de comunistas y criptocomunistas que controlan la Corte Suprema de Justicia en contra del hoy senador Álvaro Uribe Vélez muestra a las claras por dónde va el agua al molino. Lo que se pretende hacer en contra suya por obra y gracia del oscuro senador Cepeda y su camarilla de intrigantes podría suscitar funestas consecuencias institucionales. Pero más allá de este siniestro asunto, lo que se pone de manifiesto es el fracaso de la política de paz del gobierno de Santos, que por distintos motivos no supo aclimatarla para que los distintos sectores de la opinión la acogieran con entusiasmo y generosidad. A ello no han contribuido los gestos desafiantes de los dirigentes de las Farc ni los preocupantes sesgos de la JEP, que de justicia y paz parece muy poco tener qué ver.

Samper le formula una muy justificada propuesta al presidente Duque para que lidere un gran acuerdo nacional que supere este deletéreo clima de confrontación, dadas las condiciones que ha demostrado de ser persona ajena a pugnacidades y abierta a los entendimientos. Es una oportunidad histórica que Duque no debe desaprovechar, así esté rodeada de dificultades no necesariamente insalvables.

Don Miguel Antonio Caro decía que los partidos entre nosotros actuaban en torno de odios heredados. Hay que superar ese círculo vicioso, aceptando que todos los actores del mundo político tienen algo valioso que aportar en favor del bien común y que el dialogo civilizado es la mejor manera de promoverlo.

Pasando a otro tema, Samper formula una muy justificada crítica a nuestro sistema de partidos, el cual dificulta severamente el funcionamiento de la democracia. La crisis de los partidos tradicionales es de gravedad inusitada y a la misma no escapan, con pocas excepciones, las nuevas formaciones políticas que han venido copando los espacios perdidos por aquellos. Es un tema que amerita consideración especial. 

A mi juicio, tal como hace ya bastante tiempo lo expuse en este blog, la pieza fundamental del sistema es el "equipo político" que se integra alrededor de una figura dominante que consigue apoyos en virtud de las prebendas de que goza por su acceso al poder. Más que las ideas, los programas y la autoridad moral de los dirigentes, lo que le imprime dinámica al sistema es una constelación de apetitos no pocas veces inconfesables. 

Bien hace el presidente Duque en privar a estos equipos del aliciente de la "mermelada" que repartió a troche y moche, sin ruborizarse, su indigno predecesor. Pero el precio que está pagando por ello es la ingobernabilidad. Por eso hay que apoyarlo vigorosamente. La suya es una batalla por el saneamiento de la política.

Samper hace agudas observaciones sobre la democracia plebiscitaria, a raíz del triunfo del No hace tres años. Señala el impacto de las redes sociales sobre los procesos de consulta al pueblo, no siempre ajustado a cánones de racionalidad, sino más bien teñido de coloraciones fuertemente emocionales. Aquí hay mucha tela para cortar, pues la profusión de consultas populares que promueven ciertos extremistas es otro factor de ingobernabilidad que está mostrando ya sus perniciosos efectos.

En síntesis, no obstante la antipatía que suscita, Samper es un elemento importante dentro del juego político y no sobra escuchar sus planteamientos, así se presten a contradicción. Al fin y al cabo, la política se mueve a través de confrontaciones que en lo posible deben obrar de acuerdo con las reglas de la civilización, vale decir, del diálogo y no de la crispación ni la violencia.

Bien, pues, por la labor pedagógica que adelanta nuestro Barbero.

viernes, 9 de agosto de 2019

Con profunda emoción patriótica

Así solía expresarse en sus discursos el presidente Valencia.

Y a fe que con ello daba cuenta de un entrañable estado de alma, pues la suya, como la de varias generaciones de colombianos, se nutrió, en efecto, de ese sentimiento que trasuntan los versos memorables de Miguel Antonio Caro: "Patria, te adoro en mi silencio mudo y temo profanar tu nombre santo; por ti he gozado y padecido tanto como lengua mortal decir no pudo..."(http://centaurocabalgante.blogspot.com/2012/01/patria-de-miguel-antonio-caro.html)

Hay que aceptar que hace 200 años, cuando se produjo la independencia, ese sentimiento de patria no estaba tan acendrado. El Virreinato de la Nueva Granada constituía una unidad artificial creada por la Corona de Castilla para la administración de estos territorios, pero su población estaba dividida en segmentos locales y provinciales no siempre bien integrados entre sí, como bien lo ha señalado Jorge Orlando Melo. 

La primera reacción, cuando se produjo la crisis del Imperio Español, fue reclamar por parte de sus respectivas elites la soberanía originaria de cada comunidad. La idea de que todas esas comunidades formaban una nación, primero neogranadina y después colombiana, apenas se fue imponiendo gradualmente a lo largo del siglo XIX , hasta cuajar en la fórmula de Núñez y Caro en 1886:"La nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria". 

Pero, no obstante esta declaración, se mantuvieron como departamentos los 9 estados soberanos que había consagrado la Constitución de 1863: Panamá, Antioquia, Bolívar, Magdalena, Santander, Boyacá, Cundinamarca, Tolima y Cauca. 

Para doblegar el autonomismo de estas comunidades, Reyes rediseñó a principios del siglo pasado el ordenamiento territorial creando 34 secciones, más un Distrito Capital y un Territorio Nacional, que después se redujeron a 15, pero en realidad serían 14, pues se continuaba incluyendo a Panamá (vid. https://revistas.unal.edu.co/index.php/achsc/article/view/23179/35947).

La secesión de Panamá produjo un tremendo impacto emocional en el resto del país. Quizás podría considerársela como un hito decisivo en el proceso de configuración del sentimiento nacional. Previendo quizás este fatal acontecimiento, Benjamín Herrera aceptó poner fin a su campaña triunfante en el Itsmo, bajo la consigna de "la patria por encima de los partidos" (vid. https://projusticiaydesarrollo.com/2019/03/01/benjamin-herrera-el-estratega-que-logro-que-el-liberalismo-llegara-al-poder/).

De cierto modo,  esta consigna terminó inspirando la Unión Republicana de Carlos E. Restrepo, que aspiraba a superar las viejas rencillas de los partidos históricos que habían debilitado la unidad nacional, y a la cual adhirió el caudillo liberal

Ya podía hablarse entonces de una común patria colombiana, idea que se reforzó y transmitió a las juventudes a lo largo de más de medio siglo a través de los cursos de Historia y Literatura de Colombia. Cuando hice mis estudios de Primaria y Bachillerato en la década de 1950 ese sentimiento patriótico de que daban cuenta los discursos del que después fue el presidente Valencia constituía una intensa vivencia.

¿La conservan las generaciones posteriores y en especial las actuales?

Temo que no.

En el último medio siglo y algo más se ha producido entre nosotros una crisis moral de la que no es posible encontrar precedentes en épocas anteriores. Corrupción rampante en todos los órdenes, subversión y paramilitarismo crudelísimos, narcotráfico instaurado como la principal empresa colombiana, todos a una conspiran para hacer de la nuestra una nación paria. El idealismo que antaño se creía con el profesor López de Mesa que era un distintivo de nuestra identidad, ha desaparecido en muchos de nuestros escenarios, aunque se siente uno tentado a creer que todavía pervive en esa Colombia profunda que es capaz de producir héroes como Egan Bernal.

Hace varias décadas desaparecieron de los programas educativos los cursos de Historia de Colombia, que fueron sustituídos por otros de Sociales que se imparten siguiendo pautas conceptuales del marxismo-leninismo. De acuerdo con las mismas, nuestra historia es la de la dominación de unas clases explotadoras sobre un pueblo oprimido. Nada en ella es digno de encomio, salvo las rebeliones populares cruelmente asfixiadas por las armas de las oligarquías. Por consiguiente, la nación colombiana es una entelequia urdida por los explotadores para adormecer las reivindicaciones de los desposeídos.

Tal es, por ejemplo, el discurso de un Petro, que obtuvo 8.000.000 de votos en las últimas elecciones presidenciales. Este evento exhibe una profunda fractura en la conciencia política de nuestra ciudadanía, pues, como he venido sosteniéndolo reiteradamente, la democracia iliberal de ese dirigente a todas luces tóxico es del todo incompatible con la liberal que tímidamente defienden quienes apoyan al actual gobierno del presidente Duque. 

En síntesis, es dudoso que haya entre nosotros vocación de unidad nacional. Se cumple así el penoso diagnóstico de David Bushnell en "Colombia: una nación a pesar de sí misma" (https://historiadecolombia2.files.wordpress.com/2012/09/bushnell-david-colombia-una-nacion-a-pesar-de-si-misma.pdf).

viernes, 2 de agosto de 2019

Colombia: 1819-2019

Raymond Aron solía resumir así una célebre frase del filósofo Spinoza: "En los asuntos humanos, no aplaudir ni deplorar, sino comprender".

Es bueno traerla a colación para reflexionar sobre los 200 años de la Batalla de Boyacá, que puso término al régimen virreinal en el centro del país. A partir de ahí, en poco tiempo los vestigios del mismo en el norte y el sur desaparecieron por completo. Pero no hay que ignorar que Santa Marta y Pasto trataron de perseverar sin éxito por algún tiempo más en su lealtad a la Corona.

Es evidente que lo que triunfó por esas calendas fue un movimiento revolucionario, algo así como un coletazo de las revoluciones norteamericana y francesa, hijas a su vez de la que los ingleses han denominado la "Gloriosa Revolución" de 1688. Todo este movimiento se inspira en las ideas de la Ilustración o, como se dice hoy, de la Modernidad. Pero tras ellas hay que considerar una variada gama de intereses políticos y sociales que contribuyeron a catapultarlas, difundirlas e imponerlas.

Desde el punto de vista político, esas ideas, enderezadas contra el absolutismo monárquico, el régimen imperial español, la hegemonía de la Iglesia y la estructura de castas de la sociedad, promovieron la consagración de la república, la independencia nacional, el régimen constitucional, la protección de las libertades individuales y la instauración de la democracia como expresión de la soberanía popular.

Estas ideas deben entenderse dentro del contexto de los tiempos en que se las formuló y han evolucionado. Además, hay que considerar sus modos de inserción en la vida colectiva. Involucran propósitos cuya realización no siempre ha obedecido a sus designios iniciales.

El principio republicano, que según algunos comentaristas es el primer aporte de la revolución de independencia norteamericana, es ajeno a la inglesa y solo después de muchas vicisitudes terminó imponiéndose en Francia en 1875. Entre nosotros se lo fue adoptando con cierta timidez en los años iniciales de la Independencia, cuando se proclamaba la lealtad a Su Majestad Fernando VII, pero siempre y cuando viniera a reinar entre nosotros. Ya en 1811 Cartagena sacudió ese yugo y, tras ella, el resto de las provincias, con excepción, repito, de Santa Marta y Pasto. La república es, pues, la forma política opuesta a la monarquía, pero su proclamación no significó que de hecho se la tomara de acuerdo con lo que la palabra significa: cosa del pueblo, asunto de todos. Desde un principio se la interpretó como cosa de pocos, vale decir, de grupos elitistas que, sin embargo, se autoadjudicaban la vocería de las comunidades. Solo con la evolución la idea republicana se ha tornado, como ahora se dice, más incluyente.

La soberanía nacional es una idea francesa que cobró forma durante la Revolución. La nación como colectividad política fundamental, titular de la soberanía que antes reclamaban para sí los reyes, es ante todo una idea que poco a poco se fue plasmando como realidad política frente al pluralismo de los imperios y los viejos localismos o provincialismos. 

Es interesante observar cómo a raíz de la crisis del imperio español las comunidades locales y provinciales empezaron a reivindicar su soberanía, es decir, el derecho a organizarse y darse su propio gobierno. A no dudarlo, esta es una idea medieval que, como lo hizo ver Leopoldo Uprimny en un sonado debate hace más de medio siglo, viene de la tradición del iusnaturalismo católico. Lo de que la Nación es el sujeto histórico-político por antonomasia, como quedó consagrado en nuestra Constitución de 1886, no es algo evidente de suyo y probablemente nuestra evolución más reciente suscita fuertes reservas frente a dicho enunciado. 

Pero, dando por hecho que a partir del proceso libertador cuajó algo así como una nación colombiana, o lo que Bushnell ha denominado "una nación a pesar de sí misma", ¿qué tan independiente y soberana ha sido y es? Al fin y al cabo, cada Estado se inscribe dentro de constelaciones no solo interestatales, sino supraestatales, que condicionan de distintas maneras su autonomía, que tocan en buena medida con factores económicos e incluso culturales. El nuestro no escapa a esas realidades. 

El proceso de independencia comenzó con una abrumadora expedición de Constituciones con las que se pretendía dar forma a las nuevas colectividades y superar el régimen español, que se consideraba despótico y opresor. Qué tanto lo era, es asunto abierto a discusión. Alfonso López Michelsen, al denunciar el prejuicio antiespañol, sostenía, por ejemplo, que con la creación de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá se instauró el Estado de Derecho entre nosotros. Pero, ¿cuán eficaz ha sido acá el régimen constitucional? Hace poco escribí, parafraseando un texto del venezolano Asdrúbal Aguiar, un artículo sobre la historia inconstitucional de Colombia. A no dudarlo, el ya tristemente célebre NAF ha hecho trizas nuestra institucionalidad jurídica.

Los colombianos solemos ufanarnos de nuestro régimen de libertades públicas y garantías sociales. Si nos comparamos con varios de nuestros vecinos, ese timbre de orgullo parece estar justificado. Pero en la práctica es un régimen que deja no poco qué desear. Una cosa son las libertades y garantías formales; otra distinta, las reales. Ahí tenemos un trecho largo para recorrer. Y si hemos avanzado en el control de la actividad policial, la existencia de una justicia ideologizada, politizada y corrompida, amén de ineficiente, suscita severas dudas sobre las bondades de nuestro régimen.

La batalla contra el Antiguo Régimen, que se caracterizaba por apoyarse en la Monarquía, la Iglesia y la Nobleza, se libró en nombre de la soberanía popular y la igualdad, conceptos ambos que derivan en la instauración de la forma democrática de gobierno, tal como  la definió el presidente Lincoln en el muy célebre discurso de Gettysburg: "Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" (https://amhistory.si.edu/docs/GettysburgAddress_spanish.pdf).

Carl J. Friedrich ofrece una interesante distinción entre la democracia como forma política y como forma de vida. Como forma política, la nuestra ha evolucionado a través del sistema de partidos y el régimen electoral, que sufrieron severas modificaciones a partir de la Constitución actualmente en vigencia, y corren el riesgo de padecer otras más a medida que se desarrolle lo pactado en el NAF. Hay que decir que nuestro régimen político democrático ha sido y sigue siendo bastante defectuoso. Pero, no obstante nuestro inveterado apego por los procesos electorales, conviene preguntarnos por el segundo aspecto que señala Friedrich, la forma de vida democrática, vale decir, la democracia como cultura.

En un escrito que en su momento gozó de cierta notoriedad, titulado "La Estirpe Calvinista de Nuestras Instituciones", Alfonso López Michelsen observó la incongruencia de un régimen democrático inspirado en la reforma protestante con una sociedad de tradición católica como la nuestra. Según su modo de ver, el dogmatismo católico no favorecía la instauración de una cultura democrática. Paradójicamente, pero desde otras perspectivas, Laureano Gómez compartía esa opinión.

Es posible que este debate carezca hoy de actualidad, habida consideración de la evolución de nuestra religiosidad en estos tiempos, así como de la que ha experimentado la Iglesia en las últimas décadas.

Pero hay otro aspecto de nuestra cultura política que la hace poco compatible con la forma de vida democrática: la intolerancia y la poca disposición a aceptar  reglas de juego, el "fair play" de los ingleses, que nos hace proclives al recurso de la fuerza para imponer nuestros puntos de vista.

A pesar de los bienintencionados alegatos que suele hacer Eduardo Posada Carbó, no podemos ignorar nuestra deplorable tradición de violencia política, que comenzó precisamente con la Independencia. 

Ya durante la "Patria Boba" estábamos guerreando entre nosotros mismos. Y las guerras civiles fueron una constante a lo largo del siglo XIX, hasta la crudelísima de los "Mil Días" que culminó en 1902. Cierto es que la primeras décadas del siglo XX fueron relativamente pacíficas, pero ya a fines de la década de 1920 y a lo largo de la República Liberal que se impuso entre 1930 y 1946 fueron dándose manifestaciones que desembocaron en la atroz Violencia de mediados del siglo, tema que tratan desde diferentes posiciones Eduardo Mackenzie en "Las Farc o el fracaso de un terrorismo" y Francisco Gutíérrez Sanín en "La destrucción de una república". 

Violencia entre los partidos tradicionales, violencia del Estado contra la población, violencia de grupos rebeldes no solo contra el Estado, sino contra la sociedad, primero más o menos larvada y después descaradamente abierta. El Frente Nacional logró pacificar las relaciones de los partidos tradicionales, pero con el triunfo de la Revolución Cubana y el incremento de la "Guerra Fría" vino la violencia subversiva desde los años 60, que de cierto modo fue continuación de la Violencia de las décadas precedentes, capítulo que no logró cerrarse con el NAF de Santos con las Farc y sigue haciendo estragos, adobado ahora con el letal ingrediente del narcotráfico.

Nuestro régimen democrático adolece de una falla estructural: la desigualdad. En la medida que Colombia siga siendo una de las sociedades más desiguales de la región, nuestra democracia no dejará de ser una entelequia.

Un comentario final: insisto en que nuestro espectro político se ve severamente afectado por la falta de acuerdo sobre la democracia que queremos, si la liberal o la iliberal (término que tomo de Robert Kaplan) que proponen el Foro de San Pablo y sus socios en Colombia (Farc, Eln, Petro, los Verdes, el Polo, etc.).

Lo que dejo escrito invita a pensar que la celebración que se avecina el próximo 7 de agosto debe hacerse, como rezaban antaño las publicaciones católicas, "con las debidas reservas". Han sido 200 años de aciertos, desde luego, pero también de yerros protuberantes. Ojalá nos esmeremos en corregirlos.