En política casi todo es discutible, pues las decisiones y las acciones dependen de percepciones de hechos. apreciaciones de medios y concepciones sobre los propósitos a realizar que no suelen ser diáfanas y se prestan a diversos planteamientos.
No obstante todo ello, hay hechos que como bien lo decía Lenin son tozudos. Tal acontece con las circunstancias fiscales. Los déficits son reales y exigen que se actúe de modo expedito para superarlos. Hay, por supuesto, distintas vías para actuar en torno suyo, pero la peor de de todas es la inacción que deja que crezcan y se acentúen los perjuicios que ocasionan.
¿Quién en su sano juicio podría negar que la situación fiscal que atravesamos es calamitosa a más no poder? Podemos discutir sobre sus causas, pero ello equivale a llorar sobre la leche derramada. De lo que se trata no es de eliminar hechos cumplidos, sino de solventar unas cargas ineludibles.
Dada la situación en que nos hallamos, conviene desde luego recomendarle al gobierno que recorte gastos innecesarios y observe una prudente austeridad. Pero no se puede ignorar que hay un endeudamiento que sólo se corrige a medias pagando, refinanciando acreencias o liquidando activos, así como unos compromisos que nos legó el NAF que estipuló Santos con las Farc y pesa severamente sobre nuestra fiscalidad. Fácil es decir que con suspender ese funesto acuerdo nos ahorraríamos unas billonadas. Pero, ¿quién estaría dispuesto a asumir las consecuencias de toda índole que ello acarrearía?
El gobierno ha presentado a la consideración del congreso un ambicioso y complejo proyecto que va más allá de lo urgente y lo meramente fiscal, para solventar necesidades no sólo de corto, sino de mediano y hasta de largo plazo. Economistas serios como Alberto Bernal han manifestado su beneplácito al respecto y vale la pena atender las razones que esgrimen. Pero otros, como el expresidente Uribe, recomiendan que se lo simplifique, se limen sus aristas más urticantes y se atiendan las necesidades más inmediatas.
Dadas las circunstancias, esto parece ser lo más sensato.
El gobierno ha manifestado que está abierto al diálogo, que debe realizarse en el seno del congreso y atendiendo los reclamos de la opinión.
Es lo propio del sistema democrático que creemos que nos rige. Como lo afirma el gran constitucionalista francés André Hauriou, es un sistema que realza precisamente el valor del diálogo para adelantar la acción política. Y el mismo se gestiona con base en argumentos que pretenden ser racionales. De su confrontación resultan los consensos o, por lo menos, las decisiones mayoritarias que son, como suele decirse, la regla de oro de las democracias.
La nuestra es una democracia que cada vez va mostrando más imperfecciones.
Cierto sector extremista que aspira a conquistar el poder en las elecciones del año entrante ha optado por esquivar el diálogo, sustituyéndolo por la intimidación que resulta de actos de fuerza, inclusive vandálicos y hasta terroristas. Frente a las propuestas gubernamentales, su reacción es un rotundo no que incita a las masas callejeras a la violencia, tal como lo hemos presenciado en esta semana en Bogotá, Cali y Medellín principalmente. Gustavo Petro, el incitador de estos desmanes, dice descaradamente que si se quiere evitarlos hay que retirar el proyecto gubernamental.
¿Cuál es entonces su propuesta para subsanar el déficit? Simple y llanamente, que el país se hunda, lo cual está de acuerdo con su estrategia de promover el caos para que unas masas desesperadas lo reconozcan como su redentor. Cualquier parecido con "El Atroz Redentor Lazarus Morell" que describe Borges en su "Historia Universal de la Infamia" va más allá de la mera coincidencia que advertían las obras cinematrográficas hace años. Es, ni más ni menos, un endemoniado, perverso por do se lo mire.
En un escrito que publiqué tal vez el año pasado llamé la atención sobre la necesidad de serenar los ánimos en el debate político. La crisis se ha agudizado y la crispación la alimenta. Hay que hacer un alto en el camino y poner los pies bien asentados en tierra para otear los vientos que soplan. No son buenos evidentemente, pues se advierten signos tempestuosos. El deber de quienes son responsables de la buena marcha del Estado es advertir estas realidades y hacerles frente con inteligencia, decisión y serenidad. Hay un clima subversivo cuyos efectos podrían ser devastadores si no se reacciona adecuadamente para enfrentarlo.
A veces, contemplando la poco envidiable posición del presidente Duque, le viene a uno la imagen del buen rey Luis XVI, que tuvo que sufrir hasta las heces el diluvio que pronosticó su abuelo Luis XV. Fue precisamente una crisis fiscal la que lo condujo al cadalso.