viernes, 22 de noviembre de 2024

Política constitucional

Casi todos los ordenamientos constitucionales constan hoy por escrito, lo que supone que indican a qué deben atenerse gobernantes y gobernados sobre sus estipulaciones. Pero ello no garantiza la certidumbre de sus contenidos, ya que los textos pueden exhibir vacíos, contradicciones y ambigüedades que sea necesario superar mediante la interpretación. 

Hay algo más: en los textos tenemos qué distinguir lo explícito y lo implícito. Cada uno ofrece algún significado que puede parecer nítido a primera vista, pero el mismo se inserta en una abigarrada red de referencias más amplias sobre las cuáles versa una difícil materia jurídica, la hermenéutica.

Hay que considerar que el derecho no sólo consta de normas que se ajustan a la fórmula dado A debe ser B, pues ellas remiten a conceptos y principios que los ordenamientos no siempre definen con precisión, de modo que se hace necesario examinarlos mediante recursos que suministra la cultura jurídica y, en últimas, la cultura misma.

Tradicionalmente esos recursos los aportaban las creencias religiosas, pero el secularismo impuesto por la modernidad ha dado lugar a que los referentes supremos del derecho ubiquen en las ideologías, que intentan sustituir en los tiempos que corren a las religiones y se comportan en la práctica del mismo modo que éstas. Dicho en otros términos, la fe que antaño se depositaba en las religiones ahora se nutre de las ideologías.

Hay Constituciones fundadas en ideologías más o menos nítidas, como ha sucedido con las de los regímenes comunistas. Pero otras, como la nuestra, adolecen de lo que sin duda podemos llamar un sincretismo ideológico, pues abrevan en distintas fuentes y sus orientaciones pueden dar lugar a muy variadas respuestas.

Se sigue de ello que en la identificación, la interpretación y la aplicación de la normatividad constitucional caben diversas soluciones que dependen de las ideologías de los operadores jurídicos.

Ahí es donde hace presencia la política en el ámbito judicial.

Pero se trata de la alta política, la que se nutre de ideas sobre la justicia y el bien común a que hace referencia la Constitución misma.

Desde este punto de vista, pueden advertirse dos grandes tendencias: la de quienes tratan de ceñirse con rigor a los enunciados constitucionales, a los que suele motejarse de conservadores o integristas, y la de aquéllos que tratan de ir más allá de los textos para adaptarlos bien sea a nuevas realidades, ora a sus propias valoraciones ideológicas. Son éstos los llamados partidarios del activismo judicial, que suelen cubrirse con el ropaje de un muy discutible progresismo.

La Corte Suprema de Justicia norteamericana ilustra sobre estas tendencias, las cuáles reflejan los grandes debates ideológicos que se dan en el escenario del país. Son debates de nunca acabar, pues remiten a concepciones muy diferentes y a menudo irreconciliables.

Lo anotado se inscribe dentro de la vida del derecho y se hace menester reconocerlo como un dato ineluctable de su realidad. De hecho, la justicia constitucional es política, repito que en el más alto sentido de la expresión.

El juez constitucional, como cualquiera otro juez, debe ceñirse a sus convicciones, a su sentido del deber, a los ideales que su conciencia le indique sobre lo justo y la interpretación correcta de la normatividad. Debe ser independiente, imparcial y objetivo en la consideración de los hechos sobre los que le corresponda pronunciarse.

Pero al lado de la alta política medra la baja que sigue los impulsos de quienes ostentan el poder, lo resisten o buscan influir en el mismo. Los que se mueven en este medio tratan de manipular la normatividad para acomodarla a sus propósitos, no para que ella se cumpla razonablemente, sino más bien para distorsionarla e incluso destruirla.

Nuestro país padece hoy un desgobierno que en aras de sus delirios de cambio no busca proteger la institucionalidad, sino demolerla, y es refractario a los controles que obran de acuerdo con la separación de poderes. Pretende que todos ellos se plieguen a sus propósitos y toleren sus desafueros. El júbilo que ha manifestado quien lo ocupa por la reciente elección de un magistrado de la Corte Constitucional que considera fiel a su política, no la alta sino la baja, constituye un indicio grave tanto de su falta de respeto por la institucionalidad como por la persona misma del elegido.

En efecto, no espera de él que cumpla con su deber de magistrado, sino que sea un instrumento útil para sus designios, tales como promover una constituyente por fuera de lo que al respecto dispone la Constitución o eludirla para superar las barreras que la misma ha establecido para frenar la reelección presidencial.

Ojalá que el nuevo magistrado dé muestras de algo que cada vez escasea más en nuestro país: carácter para cumplir con su deber, respeto por el juramento que ha de prestar cuando se posesiones de su cargo.


miércoles, 20 de noviembre de 2024

El liderazgo que necesitamos

En el reciente encuentro de precandidatos presidenciales del Centro Democrático que tuvo lugar en Barranquilla, el expresidente Uribe trajo a colación las tres principales características que según Kissinger debe ostentar el liderazgo, a saber: honestidad, energía y competencia.

Es muy oportuno reflexionar sobre el asunto, habida consideración del liderazgo tóxico que sufrimos bajo el desgobierno en que estamos.

El país afronta problemas muy graves que exigen atención urgente de las autoridades. No es fácil fijar órdenes de prelación para ello, pero quizás haya consenso acerca de la necesidad de ponerle ante todo coto a la corrupción en que estamos sumidos. Lo triste es que quien se manifestó a lo largo de años como adalid en contra de este flagelo esté presidiendo el que hoy se considera como el gobierno más corrupto quizás de toda nuestra historia. Cada día van apareciendo nuevas manifestaciones de esta infame plaga.

Quien esté llamado a tomar las riendas cuando termine este ominoso período presidencial debe, por consiguiente, acreditar una honestidad intachable, que es algo que brilla por su ausencia bajo el régimen reinante.

La honestidad se pone de manifiesto de muchas maneras. Su punto de partida es la honestidad mental, la buena fe, la transparencia en las actitudes, los pronunciamientos, los procederes. Esa transparencia obliga a ser coherentes, a exhibir razones válidas para sustentar lo que se haga, a dar ejemplo que pueda seguirse en la vida comunitaria. 

Un gobernante honesto se cuida de incurrir en la culpa in eligendo y la culpa in vigilando. Debe esmerarse en rodearse bien y en ejercer control sobre sus subordinados. La máquina del gobierno es compleja y no suele funcionar como se debe. Hay que mantenerse al tanto de sus operaciones. Un gobernante bien intencionado, pero cándido, va camino del fracaso. 

La honestidad obliga a cuidar los recursos públicos y no malgastarlos ni utilizarlos para fines extraños al buen servicio. El desgobierno reinante nos ofrece muestras palpables de lo que no debe hacerse dilapidando dinero que podría emplearse en mejores menesteres. ¿Qué decir de lo que se gasta en masajista de la que ya no sabemos si es la primera dama?

Nombramientos y contratos ponen a prueba la honestidad de los gobiernos. Los subsidios que en principio sean necesarios no pueden convertirse en compra simulada de votos que pervierte el sistema democrático.

Hay, en fin, una severa exigencia ética acerca del respeto que se debe no sólo de modo formal, sino sustancial, a la institucionalidad. La desviación de poder destruye la confianza en el gobernante.

La energía es la segunda característica que Kissinger destaca en el liderazgo. Quien gobierne debe tener el vigor necesario para manejar situaciones difíciles. Algo así como el que tuvo el presidente Ospina Pérez cuando dijo en la noche del 9 de abril de 1948 que "para la democracia colombiana es preferible un presidente muerto que un presidente fugitivo". A propósito, recomiendo a mis lectores el libro "Los Ospina en la historia de Colombia" que está ofreciendo La Linterna Azul. Es otra mirada a nuestro pasado, que contrasta con la muy sesgada que el desgobierno reinante pretende imponernos.

El liderazgo exige, en fin, competencia, asunto que comprende múltiples ingredientes: conocimiento; experiencia; buen sentido para captar las necesidades, determinar prelaciones, identificar factores positivos y negativos de las realidades que se trata de abordar, de los medios que se pretenda utilizar y de los resultados que se busque obtener. Ya sabemos bien lo que cuesta estar bajo el mando de alguien que se destaca por ser arrogante, ignorante e incompetente, entre otros muchos defectos más.

Cada ciudadano debe hacer un severo escrutinio de los aspirantes a reemplazar al exconvicto no arrepentido que ocupa hoy la Casa de Nariño. La tarea de recuperación de nuestra institucionalidad será ingente. Requerirá de un liderazgo que convoque y anime a las fuerzas vivas de nuestra sociedad. Como lo pidió en su momento Alberto Lleras Camargo, Colombia necesita unirse en torno de un gran propósito nacional.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Rebelión política: ¿derecho o delito?

En su debate con Vicky Dávila, heroína a la que doy la bienvenida al escenario de las candidaturas presidenciales, el que hoy nos desgobierna ha manifestado que la rebelión política por la que se le acusa con sobra de razones no es a su juicio un delito, sino un derecho.

Es tema sobre el que conviene hilar delgado.

Ante todo, hay que recordar que la rebelión es un delito político previsto por el artículo 462 del Código Penal, referido a quienes mediante el uso de las armas pretendan derrocar al gobierno nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente.

Es, por supuesto, un delito de extrema gravedad, pues atenta severamente contra el orden establecido, tratando de imponer la ley de la selva.

Los que lo subvierten de ese modo consideran que se levantan en armas contra regímenes tiránicos. Así se defendió en su debate con Vicky el entonces candidato al que ella tildó de hampón.

¿Podemos en sana lógica considerar tiránicos a los gobiernos posteriores a la dictadura de Rojas Pinilla? ¿Lo fueron los de Lleras Camargo, Valencia, Lleras Restrepo, Pastrana Borrero, López Michelsen, Turbay Ayala, Betancur, Barco y Gaviria, o lo han sido quienes los sucedieron: Samper, Pastrana Arango, Uribe, Santos o Duque?.

Todos ellos fueron elegidos de acuerdo con las reglas de nuestra democracia. No fueron gobernantes de facto, sino legítimos. Del único que hubo discusión sobre la mayoría que lo llevó al poder fue Pastrana Borrero, si bien se trata de un debate todavía no zanjado sobre un gobernante que actuó con riguroso apego a la normatividad constitucional.

Los comunistas de todo pelambre, incluido el que hoy habita en la Casa de Nariño, se alzaron contra el régimen constitucional aleccionados por la Revolución Cubana, con miras a sustituirlo por un sistema totalitario y liberticida como el que impera en la Isla-Prisión. Los gobernantes a quienes se tilda de tiránicos lo que hicieron fue defender a Colombia con los recursos institucionales de esa andanada criminal.

Si la violencia entre conservadores y liberales que desangró al país a mediados del siglo XX puede considerarse como una guerra civil no declarada, lo mismo cabe afirmar sobre la que los comunistas han desatado contra nuestra democracia liberal durante más de 60 años. Hoy gobiernan o, peor todavía, desgobiernan a Colombia, no por la fuerza de las armas, sino por las reglas de juego de la institucionalidad, gracias al engaño al que sometieron al electorado. No fueron capaces de llamarse por su nombre ni de revelar sus intenciones. 

En esa guerra civil no declarada del comunismo contra nuestra democracia liberal no han faltado los excesos de las autoridades, pero en buena medida han obrado los recursos institucionales para remediarlos. Se criticaba la justicia penal militar aplicada a civiles y la Corte Suprema de Justicia, con ponencia mía, la declaró inconstitucional. Se atacaban las posibles extralimitaciones del estado de sitio y desde 1968 se le puso coto, hasta que en 1991 se lo privó de toda contundencia, de suerte que se hizo inoperante a través de su sucedáneo, la conmoción interior.

Más que de excesos de nuestras autoridades legítimas, cabe hablar de la mano tendida que las mismas les ofrecieron reiteradamente a los subversivos, con resultados tan deplorables como los de la política de paz de Betancur o la claudicación de Santos en La Habana. Incluso lo gobernantes de mano fuerte, como Turbay y Uribe, se mostraron abiertos a negociar con los comunistas, pero tropezaron con su obstinación.

Afirmar como lo hace el que nos desgobierna que sus antecesores fueron unos criminales es un evidente despropósito que sólo cabe en una mente desquiciada como la suya.

Criminales han sido a no dudarlo los comunistas que desataron la guerra civil no declarada que tanto dolor nos ha causado.

No hay que olvidar los crímenes atroces del M-19, sobre los que se ha pedido infructuosamente acción en jurisdicciones foráneas, ni, por supuesto, los de las demás organizaciones subversivas.

Nada más, ahora acaba de revelarse en la JEP la monstruosidad de los crímenes contra la niñez que cometieron las Farc.

El supuesto derecho de rebelión contra el orden establecido lo ejercen quienes lo invocan para cometer asesinatos selectivos, masacres, incendios y asaltos de poblaciones, secuestros, extorsiones, desplazamientos forzados, invasión de propiedades, tráfico de armas y de drogas, robos, delitos sexuales horripilantes y todo aquello que sólo habita en mentes de sujetos que parecen poseídos por demonios. Les cabe perfectamente el diagnóstico de psicópatas y sociópatas, vale decir, unos enfermos mentales.

El mal llamado paramilitarismo fue una respuesta del todo censurable de distintas comunidades que ante la fragilidad institucional buscaron defenderse de las depredaciones de los comunistas. Es una llaga abierta y todavía sangrante en el cuerpo de esta sufrida Colombia.

A la luz de lo expuesto, y faltando muchos otros argumentos, les reitero a mis lectores la pregunta: ¿La rebelión política es un derecho o un delito? ¿El que nos desgobierna es un delincuente no arrepentido de sus tropelías o un batallador por la libertad y la justicia, como jactanciosamente se autodefine?


sábado, 9 de noviembre de 2024

Primero se acaban los helechos que los marranos

El jueves pasado recibí en mi WhatsApp un mensaje que decía que alguien desde un teléfono Samsung en el Valle del Cauca estaba tratando de entrar a mi cuenta. Me pidieron que confirmara si era yo mismo y respondí, desde luego, que no. Entonces me llegó otro mensaje en que decían que debía confirmarlo respondiendo con un número que me hicieron llegar vía SMS. Envié el número y caí como un chorlito.

En efecto, al dar respuesta al último mensaje se adueñaron de mi cuenta en WhatsApp y empezaron a comunicarse con mis corresponsales ofreciéndoles dólares a $ 3.900 o algo así e indicándoles una cuenta, creo que en USA, a la que debían efectuar las transferencias correspondientes si estaban interesados.

Varios amigos me llamaron a decirme que esos mensajes les parecían extraños y entonces advertí que en efecto habían usurpado mi cuenta unos estafadores. 

Procedí a formular la correspondiente denuncia penal a través de la página de la Fiscalía General de la Nación, que es muy amigable, y a reportar a una dirección de WhatsApp la novedad para que bloquearan la cuenta. Espero que así haya sucedido.

Quiero dar noticia pública del evento para advertir la gravedad de lo que está sucediendo. Otras personas me han contado ocurrencias similares y la única defensa que tenemos para proteger nuestras cuentas es no responder esos mensajes.

El que me hizo caer fue un mensaje intimidatorio, según el cual si no respondía WhatsApp bloquearía mi cuenta. Por eso reenvíe el número que me llegó, sin percatarme de la trampa que me estaban armando.

Debido a este asalto, decidí cancelar mi línea telefónica y contratar otra que me acaba de llegar con un número telefónico diferente.

No cabe duda de que desde arriba hasta abajo y por todas partes estamos a merced de hampones. La delincuencia de todos los pelambres está enseñoreada en el país y contemplamos atónitos que las respuestas gubernamentales, por lo menos en el ámbito nacional, son condescendientes con ella. La "paz total" no es otra cosa que un proyecto de sumisión ante toda suerte de bandidos.

Lo que estamos padeciendo no es otra cosa que la anarquía.

Bien se dice que todo vacío tiende a llenarse y por ese motivo las comunidades claman hoy por más autoridad, a sabiendas, desde luego, que la que hoy funge como tal en el poder ejecutivo de la Nación está tocada por sus antecedentes criminales y no se siente inclinada a actuar con severidad contra sus congéneres.



lunes, 4 de noviembre de 2024

Evolución vs. Revolución

En los estatutos que para el Partido Liberal redactó haca años Carlos Lleras Restrepo se lo identificó como una coalición de matices de izquierda y de tal guisa ha procedido a lo largo del tiempo transcurrido desde ese entonces. Los que gobernaron a su nombre después del Frente Nacional a esa inclinación se sometieron, unos con más rigor que otros. No es verdad que el actual gobierno sea el primero de izquierda en toda la historia de Colombia. Es el primer gobierno comunista y de ello no cabe duda alguna.

La orientación izquierdista del Partido Liberal lo acerca a la social democracia y es por ello que se lo admitió en la Internacional Socialista. Pero aquélla difiere notablemente del comunismo. Lenin no rebajaba a quienes la crearon de renegados y traidores.  Y su rama más importante, la alemana, rompió con el marxismo desde la década de 1960.

La social democracia no es enemiga de la propiedad privada, ni de la libertad económica, ni de la economía de mercado, pero considera que deben regularse por el Estado en función de la garantía de los derechos de los trabajadores y del mejoramiento de las capas más desfavorecidas de la sociedad. Es enemiga de los monopolios capitalistas y de los abusos en que puedan incurrir los empresarios, pero no es contraria de suyo a la empresa. Promueve, eso sí, la estatización de sectores estratégicos de la economía y una tributación severa tendiente a reducir las desigualdades. 

De hecho, los gobiernos socialdemócratas en Europa se han caracterizado por el pragmatismo que consulta el ensayo y el error. Por ejemplo, cuando los laboristas conquistaron el poder en el Reino Unido al término de la II Guerra Mundial adoptaron medidas muy severas que más tarde hubo que suavizar por los discutibles resultados que acarrearon. Lo mismo sucedió en Francia por esos años y, más tarde, cuando conquistó el poder Mitterrand. La socialdemocracia se impuso, además, en los países escandinavos, así como en Holanda y Bélgica, y más tarde en España, con Felipe González.

El denominador común de estos regímenes ha sido el respeto por las instituciones políticas de cuño liberal, garantes del pluralismo y, por ende, del sistema multipartidista, la libertad de prensa, las elecciones diáfanas y la separación de poderes. En todos ellos se ha dado la alternación pacífica de distintas opciones gubernamentales. Cuando los socialdemócratas pierden el apoyo popular, los reemplazan sin traumatismos tendencias liberales e incluso conservadoras.

Observando la política europea de la segunda mitad del siglo XX, Raymond Aron señaló que el liberalismo es el signo distintivo de la civilización política occidental, común a la derecha no extremista y la izquierda no totalitaria.

El liberalismo colombiano guarda ciertas afinidades con la socialdemocracia europea. En él han obrado diversas tendencias, unas moderadas y otras más bien radicales, pero durante mucho tiempo encontraron puntos de contacto porque consideraban unas y otras que la división era fatal. La corrupción del gobierno de Samper terminó afectándolo sustancialmente, pues con posterioridad al mismo el partido nunca más pudo llevar un candidato suyo a la presidencia. Además, la Constitución de 1991 dio por finiquitado el bipartidismo. 

Aunque en otras épocas el liberalismo les tendía puentes a los comunistas, a punto tal que en el célebre discurso de Laureano Gómez en la plaza de Berrío en 1949 se lo acusó de estar bajo el control de una "diminuta cabeza comunista", durante el Frente Nacional y en los años que lo sucedieron las guerrillas lo combatieron de modo inclemente y feroz.

A no dudarlo, esas guerrillas fueron y han sido abiertamente antiliberales, siguiendo los cánones del castrismo y después del chavismo, que son la guía del petrismo que ahora pretende entronizarse en nuestro país.

En algotra ocasión he observado que lo de un petrismo liberal no deja de ser un oxímoron, esto es, una contradicción esencial. Si se apoyan en una convicción, los liberales que adhieren al petrismo han dejado de serlo, porque, en medio de sus disimulos y sus engaños, este último alberga un designio totalitario y liberticida del todo ajeno a los principios liberales. Si su motivación es oportunista, dadas las gabelas que esperan obtener del régimen, no son otra cosa que tránsfugas despreciables.

En la convención que acaba de celebrarse en Cartagena, el Partido Liberal ha dejado claro que su tendencia es la evolución que aspira a construir sobre lo ya edificado, y no la revolución, que quiere cambiarlo todo de raíz en procura de edificar un reino ilusorio.

Que quien nos desgobierna hoy es un revolucionario irredento, lo acreditan su manifestación adolorida por la caída del muro de Berlín y su homenaje a Mao Zedong ante su tumba, así haya dicho hace poco que la que profesa en la Doctrina Social Católica. No olvidemos que es un peón del Príncipe de la Mentira.