Vuelvo sobre un tema que traté con cierto recato en otra ocasión en este blog y que en realidad no me gusta festinar. Lo hago porque podría tener alguna incidencia en la suerte de Andrés Felipe Arias, a quien se le ha negado la libertad en Estados Unidos porque, según explicó su esposa en "La Hora de la Verdad" en estos días, al juez que lleva su causa lo motiva una solicitud de extradición que hizo el gobierno colombiano con fundamento en el Tratado entre los dos países cuya ley aprobatoria se declaró inexequible por nuestra Corte Suprema de Justicia el 11 de diciembre de 1986.
Ese día la Corte abandonó la sabia doctrina que a lo largo de años sostuvo en materia de leyes aprobatorias de tratados internacionales, en virtud de la cual se consideraba incompetente para pronunciarse acerca de la constitucionalidad de las mismas por considerar que ellas hacían parte de un acto complejo que en ultimas escapaba al control del derecho interno.
Para entender esta doctrina hay que recordar que el tratado se da a través de varias etapas: la negociación y la firma, que puede realizarse por medio de plenipotenciarios, bien sean embajadores, cancilleres u otros delegados; luego se produce el trámite interno, que depende de la legislación de cada Estado y que para la época consistía en obtener la aprobación de su texto por el Congreso, mediante ley y la sanción de la misma por el Presidente; la etapa final, que es la que lo perfecciona y le da vida jurídica, es el canje de ratificaciones o la comunicación de la adhesión, si es el caso de un tratado colectivo, en la que cada Estado parte declara que ha llenado todos los requisitos de su derecho interno y manifiesta su voluntad de cumplirlo; en nuestro país hay una formalidad adicional, consistente en el decreto que dicta el Presidente para incorporarlo al derecho interno.
La Corte sostenía, con sobra de razones, que un fallo de inexequibilidad de la ley aprobatoria no podía afectar el canje de ratificaciones o la adhesión, que eran y son eventos del resorte de la jurisdicción de los tribunales internacionales, los cuales, dicho sea al margen, han considerado que los Estados no pueden invocar vicios internos para negarse a cumplir lo que han ratificado solemnemente. Recuerdo que este fue el tema que trató nuestro profesor de Derecho Internacional Público, Jaime Sanín Greiffenstein, en sus primeras clases.
Pero en ese día funesto, ella decidió que sí podía ocuparse de la exequibilidad de la ley aprobatoria, invocando para el efecto una muy discutible analogía con los actos separables en la contratación administrativa, que según la legislación de ese momento podían anularse por vía jurisdiccional sin afectar por ello su resultado final.
Acto seguido, glosó la ley aprobatoria dizque por haberla sancionado el ministro delegatario encargado de funciones presidenciales por hallarse el presidente en visita oficial en el extranjero. Si bien el ministro había sido facultado ampliamente para suplir la ausencia del Jefe del Estado, la Corte entró a distinguir abusivamente entre las funciones delegables y las indelegables, habiendo encontrado que en estas últimas se hallaba la de sancionar leyes aprobatorias de tratados.
El Presidente era Julio César Turbay Ayala y su Canciller, Germán Zea Hernández, quien me espetó una severa reprimenda cuando yo era magistrado de la Corte, diciéndome que él había sido el promotor del Acto Legislativo que introdujo la figura del ministro delegatario y en ningún momento el Congreso consideró el arbitrario distingo que después introdujo la Corte para declarar inexequible la Ley aprobatoria del Tratado de Extradición con los Estados Unidos.
Hube de responderle que yo no era magistrado de la Corte que declaró esa inexequibilidad, y que, en cambio, había promovido infructuosamente la exequibilidad de la sanción con que el presidente Barco buscó revivir esa Ley.
Como la Corte fundó el vicio de la Ley en que quien la sancionó fue el ministro delegatario, el presidente Barco, cuyo Secretario Jurídico era Jorge Humberto Botero, decidió llenar la formalidad impartiéndole al proyecto la sanción que la Corte había echado de menos. No tardaron en aparecer las demandas de inexequibilidad contra la Ley que llevaba nueva numeración, y a mí me correspondió, como novel magistrado de la Sala Constitucional de la Corte, para la que fui elegido precisamente el 11 de diciembre de 1986, la que presentó un abogado que era públicamente conocido como agente de Pablo Escobar Gaviria.
No obstante las múltiples y gravísimas amenazas que sufrí, presenté una ponencia favorable a la decisión del presidente Barco, aduciendo que, si bien la Ley había sido declarada inexequible y como tal quedaba por fuera del universo jurídico, como la falla que se le endilgó tocaba apenas con la formalidad última de la sanción presidencial, sobrevivía como proyecto que podía recibir la sanción presidencial. Modestia aparte, esta doctrina quedó plasmada en la Constitución actual, que dispone que cuando la acusación contra la ley sea por vicios de forma, el proyecto puede devolverse al Congreso o al Presidente para que los subsanen.
Pero la Corte, en esa oportunidad, se dividió por mitades. Una mitad se inclinó por la ponencia del magistrado Fabio Morón Díaz, que había sido aprobada por la Sala Constitucional contra mi voto negativo, y la otra mitad decidió apoyar la ponencia sustitutiva que yo presenté en ejercicio del derecho que me asistía de someter a la consideración de la Sala Plena el proyecto que había rechazado la Sala Constitucional. Después de varios intentos infructuosos para superar el empate, se resolvió someter el asunto a la decisión de un Conjuez, cargo que terminó aceptando el hoy difunto Alfonso Súarez de Castro. Suárez acogió la ponencia de la Sala Constitucional y desechó, por consiguiente, la mía. Pero después de exponer su dictamen, vino a saludarme, felicitándome por el trabajo que yo había hecho y diciéndome que ojalá hubiera en Colombia otras personas tan valerosas como yo. Dicho sea de paso, si él hubiese tenido el mismo valor mío, los dos habríamos sucumbido ante la furia asesina de Pablo Escobar Gaviria y su implacable red sicarial.
Pues bien, como resultado de esas inexequibilidades que en mala hora dispuso la Corte Suprema de Justicia se produjo una situación que yo he motejado como de esquizofrenia jurídica, pues el Tratado sigue vigente en el orden internacional, pero Colombia no lo cumple por considerar que desapareció en el ámbito interno.
El gobierno de Barco intentó subsanar la situación proponiéndole al gobierno norteamericano que se reviviera un Tratado anterior de los años cuarenta del siglo pasado, pero el segundo insistió en que el Tratado que vinculaba a las dos partes era el que se había negociado y suscrito con el gobierno de Turbay y no otro.
Para salir de ese limbo jurídico, los gobiernos de Pastrana y Uribe ignoraron el Tratado acudiendo a la fórmula de extradición del Código de Procedimiento Penal. Pero cuando el gobierno norteamericano lo invocó ante el gobierno de Santos para pedir la extradición de Walid Makled, un mafioso que también era reclamado por el gobierno de Venezuela, Santos se negó a enviarlo a Estados Unidos alegando que no podía cumplir el Tratado con este país porque no estaba vigente en el orden interno.
No obstante ello, en un acto de repugnante y aviesa mala fe, decidió más tarde exigir de los Estados Unidos la extradición a Colombia de Andrés Felipe Arias, invocando precisamente el Tratado que se negó a cumplir en el caso de Makled.
Un principio que viene desde el Derecho Romano acerca de la reciprocidad de las causas en los negocios sinalagmáticos enseña que si una de las partes se niega a cumplir lo que le corresponde, la otra puede invocar la excepción de contrato no cumplido y negarse, por consiguiente, a efectuar las prestaciones a su cargo. Así las cosas, el gobierno norteamericano puede negarse a extraditar a Andrés Felipe Arias en virtud del Tratado de marras mientras el gobierno colombiano se niegue a cumplir lo que le compete.
La solución del caso está en manos del canciller Holmes Trujillo, quien debería retirar la solicitud de extradición de Andrés Felipe Arias, que obra en poder del juez norteamericano, reconociendo que es improcedente porque el gobierno colombiano mal puede pedirle a su contraparte que cumpla un Tratado que él mismo afirma que no lo vincula porque la Ley que lo había aprobado fue declarada inexequible por sentencia de la Corte Suprema de Justicia.
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