Si la candidatura presidencial de Iván Duque se ha recibido como una saludable bocanada de aire fresco que renueva el ambiente político colombiano, la de Gustavo Petro, por el contrario, expele un vaho pestífero que lo envenena.
Si bien es cierto que el mundo político es en gran medida un escenario de confrontaciones, hay que observar que para estas hay reglas que trazan la diferencia entre el debate civilizado, que invita a la reflexión, y la algarabía populachera, que desata las bajas pasiones de las multitudes.
Hay liderazgos positivos que suscitan esperanzas y animan a trabajar conjuntamente para mejorar las condiciones de vida de las comunidades. Pero también los hay negativos, que producen ásperas disensiones y a menudo generan violencia, pues no hay que olvidar que la agresión física suele ser resultado de la verbal. Las palabras cargadas de odio preceden a las acciones letales.
En cada una de sus intervenciones públicas Petro esparce veneno. En los sitios que visita suele dirigir sus invectivas contra personas a las que amenaza y presenta como explotadores del pueblo. En realidad, sus objetivos se enderezan contra toda la clase dirigente del país. Señala a los azucareros, los cañicultores y los ganaderos como enemigos públicos a los que hay que expropiarles sus derechos u obligarlos a vender a menosprecio sus bienes bajo la amenaza de asfixiarlos con los impuestos. Pero con los mismos motivos que pretende intimidar a unos y otros terminará, si llegare a ser presidente, persiguiendo a todo el sector productivo, como sucedió en Cuba y en Venezuela.
Sabedor de que el pueblo rechaza el castrochavismo, miente sin reato alguno presentándose como crítico de las dictaduras que imperan en Cuba y Venezuela, y disimula afirmando que es seguidor del modelo agrario norteamericano o el neozelandés. Para deslindarse de los comunistas, alega que es continuador de liberales de avanzada como Murillo Toro, Uribe Uribe, López Pumarejo o Gaitán. Pretende edulcorar su pasado de militante del M-19 negando sus vínculos con los Castro y diciendo que apenas cargaba el fusil, pero sin usarlo. Proclama que lo que busca es distribuir la propiedad y cambiar el modelo económico dizque para hacerlo más humano. Y se presenta no solo como el nuevo Moisés llamado a liberar al pueblo colombiano de las cadenas que lo oprimen, sino como el visionario de una tierra prometida en la que funcionará una nueva economía diferente de todas las demás habidas y por haber.
Sus críticos llaman la atención no solo acerca de su ignorancia, sino del carácter delirante de sus propuestas. No faltan los que dicen que ofrece un circo económico. Desafortunadamente, es un espectáculo de ilusionismo que emociona sobre todo a las capas bajas de la población, en las que tiende a vérselo como un redentor.
En realidad, es uno de esos falsos profetas contra los que advierte el Evangelio. No exageran los que observan en él cierto aire demoníaco. Lo ponen de manifiesto su arrogancia, sus mentiras, sus maquinaciones, su perversa adhesión a la ideología de género. Circulan no pocas versiones inquietantes sobre los desórdenes de su vida íntima.
Su gestión como alcalde de Bogotá mostró sus graves carencias como administrador, pero, sobre todo, su desprecio por el ordenamiento jurídico. La movilización que animó para contrarrestar lo que en contra suya dispuso la Procuraduría es muestra de su gusto por lo que bien podemos llamar una democracia tumultuaria, la más funesta de todas. Y se burla descaradamente de las sanciones pecuniarias que le ha impuesto la Contraloría por los cuantiosísimos detrimentos infligidos por obra suya al patrimonio distrital.
No hay que olvidar que por arte de bibibirloque logró llegar al Congreso, no obstante haber sido condenado años atrás por sentencia judicial a pena privativa de la libertad, contrariando así el numeral primero del artículo 179 de la Constitución Política.
El miedo a Petro está más que justificado. Su triunfo en las elecciones presidenciales no solo profundizará aún más la polarización de nuestra sociedad, sino que provocará la estampida de inversionistas y empresarios. No en vano dijo el presidente de Fenalco, después de un encuentro con él, que sus propuestas le causan pánico. De hecho, traerá consigo más incertidumbre a una sociedad que ya está suficientemente desarticulada con el calamitoso legado que deja el mal gobierno de Santos.
Dios nos libre de tan funesto personaje.
En realidad, es uno de esos falsos profetas contra los que advierte el Evangelio. No exageran los que observan en él cierto aire demoníaco. Lo ponen de manifiesto su arrogancia, sus mentiras, sus maquinaciones, su perversa adhesión a la ideología de género. Circulan no pocas versiones inquietantes sobre los desórdenes de su vida íntima.
Su gestión como alcalde de Bogotá mostró sus graves carencias como administrador, pero, sobre todo, su desprecio por el ordenamiento jurídico. La movilización que animó para contrarrestar lo que en contra suya dispuso la Procuraduría es muestra de su gusto por lo que bien podemos llamar una democracia tumultuaria, la más funesta de todas. Y se burla descaradamente de las sanciones pecuniarias que le ha impuesto la Contraloría por los cuantiosísimos detrimentos infligidos por obra suya al patrimonio distrital.
No hay que olvidar que por arte de bibibirloque logró llegar al Congreso, no obstante haber sido condenado años atrás por sentencia judicial a pena privativa de la libertad, contrariando así el numeral primero del artículo 179 de la Constitución Política.
El miedo a Petro está más que justificado. Su triunfo en las elecciones presidenciales no solo profundizará aún más la polarización de nuestra sociedad, sino que provocará la estampida de inversionistas y empresarios. No en vano dijo el presidente de Fenalco, después de un encuentro con él, que sus propuestas le causan pánico. De hecho, traerá consigo más incertidumbre a una sociedad que ya está suficientemente desarticulada con el calamitoso legado que deja el mal gobierno de Santos.
Dios nos libre de tan funesto personaje.
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