Así titula un importante libro del connotado jurista Ricardo Zuluaga Gil que publicó hace algún tiempo la Academia Antioqueña de Historia.
Es obra de imprescindible consulta para quienes deseen enterarse de detalles quizás inéditos sobre el proceso constituyente de 1991, sus orígenes, su desarrollo y sus resultados.
El autor recaudó valiosas informaciones y opiniones de varios de los integrantes de la asamblea que expidió la Constitución Política que hoy nos rige. De ahí el subtítulo del libro: "El proceso constituyente de 1991 visto por sus protagonistas".
El 4 de julio de ese año el trío de presidentes de la asamblea, integrado por Álvaro Gómez Hurtado, Antonio Navarro Wolff y Horacio Serpa Uribe, promulgó a voz en cuello lo que en un escrito que se publicó por esas calendas titulé como "El Estatuto del Revolcón".
El mío fue un escrito inspirado por el escepticismo que me produjo ese proceso constituyente. No he cesado de referirme a nuestra Constitución Política como el "Código Funesto", y la lectura del libro del profesor Zuluaga reafirma mi incredulidad acerca de sus bondades. Dije en aquella oportunidad que ese estatuto contenía elementos capaces de sumir a Colombia en el cenagal de la ingobernabilidad, y creo que lo que estamos padeciendo avala mis planteamientos iniciales.
Los panegiristas de la Constitución aclaman el pluralismo de la asamblea que la expidió y las múltiples innovaciones que introdujo dizque para poner al día a Colombia en lo concerniente a derechos fundamentales, participación democrática, control del poder, descentralización efectiva, responsabilidad social del Estado, garantía de la paz, lucha contra la corrupción, inclusión colectiva, etc.
En mi comentario me atreví a observar que todos los sueños de este desventurado país habían encontrado cabida en la nueva Constitución. No faltó quien considerara que ahí se trazaba la ruta de las utopías más ansiadas por los colombianos. Fueron muchas, en efecto, las expectativas que suscitó. Pero después ha cundido el desconcierto, como bien lo dice el título del libro en mención.
Los que se mantienen fieles al estatuto fundamental que nos rige aducen que se lo ha traicionado, que la sociedad colombiana no ha sabido asimilarlo, que la clase política lo ha desvirtuado con las decenas de reformas que le ha introducido, que su concepción original era óptima pero en la práctica se la ha distorsionado, etc.
Sin desconocer las buenas intenciones que animaron a los constituyentes, aunque no a todos ellos, el libro muestra la improvisación y el desorden con que se desarrolló ese proceso. ¡Bien diciente es el hecho de que lo que ellos firmaron ese día fueron unos papeles en blanco, pues el texto se había refundido en los computadores y era necesario reconstruírlo! ¡Y a lo que después se publicó hubo que añadirle una fe de erratas!
El balance de la Constitución es más bien precario y hasta negativo. No trajo consigo la ansiada paz ni la moralización de las costumbres políticas. No contamos con una democracia más auténtica, sino con un histriónico remedo. Estos 28 años de su vigencia han sido violentos como pocos en nuestra trajinada historia. En ellos hemos visto y padecido los estragos de una corrupción incontrolable. Y si la asamblea se convocó para reaccionar contra las amenazas del narcotráfico, hoy somos a no dudarlo un vergonzoso Narcoestado. Se pretendió debilitar el poder presidencial y controlar los abusos de los congresistas, pero con resultados harto discutibles. En cambio, se ha producido una alarmante hipertrofia del poder judicial, que muchos nos atrevemos a considerar que de hecho ejerce una pérfida dictadura. Y, tal como lo advertimos algunos en su debida oportunidad, las cargas asumidas por el Estado para dar cumplido efecto a las innovaciones que introdujo la Constitución nos llevan de crisis tras crisis en las finanzas públicas. Nunca alcanzan los recursos y el nivel impositivo ya es asfixiante.
Hay en la opinión un agrio ambiente de descontento frente a nuestra institucionalidad. Muchas voces se alzan a gritos para pedir reformas sustanciales, pues sienten que vamos por mal camino. Yo creo que, en realidad, la juridicidad ha desaparecido entre nosotros y estamos bajo un régimen de facto aparentemente sometido a reglas que las altas corporaciones judiciales interpretan y aplican a su amaño.
Hoy sí que es se hace bien cierto el dictum de los norteamericanos, según el cual la Constitución es lo que la Suprema Corte disponga. Y la nuestra, con su arbitraria tesis de que hay un espíritu de la Constitución que solo ella, como ciertos médiums, puede invocar y no es posible alterarlo sino por la vía de una constituyente convocada con ese fin o por la de la interpretación que la propia Corte Constitucional quiera darle, ha cerrado en la práctica los canales para hacer los ajustes que el país requiere.
¿Qué hacer, entonces? La respuesta es dolorosa. Dada la ausencia de la juridicidad, lo que rige entre nosotros es la vía de hecho. El que tenga oídos, que entienda.
Los que se mantienen fieles al estatuto fundamental que nos rige aducen que se lo ha traicionado, que la sociedad colombiana no ha sabido asimilarlo, que la clase política lo ha desvirtuado con las decenas de reformas que le ha introducido, que su concepción original era óptima pero en la práctica se la ha distorsionado, etc.
Sin desconocer las buenas intenciones que animaron a los constituyentes, aunque no a todos ellos, el libro muestra la improvisación y el desorden con que se desarrolló ese proceso. ¡Bien diciente es el hecho de que lo que ellos firmaron ese día fueron unos papeles en blanco, pues el texto se había refundido en los computadores y era necesario reconstruírlo! ¡Y a lo que después se publicó hubo que añadirle una fe de erratas!
El balance de la Constitución es más bien precario y hasta negativo. No trajo consigo la ansiada paz ni la moralización de las costumbres políticas. No contamos con una democracia más auténtica, sino con un histriónico remedo. Estos 28 años de su vigencia han sido violentos como pocos en nuestra trajinada historia. En ellos hemos visto y padecido los estragos de una corrupción incontrolable. Y si la asamblea se convocó para reaccionar contra las amenazas del narcotráfico, hoy somos a no dudarlo un vergonzoso Narcoestado. Se pretendió debilitar el poder presidencial y controlar los abusos de los congresistas, pero con resultados harto discutibles. En cambio, se ha producido una alarmante hipertrofia del poder judicial, que muchos nos atrevemos a considerar que de hecho ejerce una pérfida dictadura. Y, tal como lo advertimos algunos en su debida oportunidad, las cargas asumidas por el Estado para dar cumplido efecto a las innovaciones que introdujo la Constitución nos llevan de crisis tras crisis en las finanzas públicas. Nunca alcanzan los recursos y el nivel impositivo ya es asfixiante.
Hay en la opinión un agrio ambiente de descontento frente a nuestra institucionalidad. Muchas voces se alzan a gritos para pedir reformas sustanciales, pues sienten que vamos por mal camino. Yo creo que, en realidad, la juridicidad ha desaparecido entre nosotros y estamos bajo un régimen de facto aparentemente sometido a reglas que las altas corporaciones judiciales interpretan y aplican a su amaño.
Hoy sí que es se hace bien cierto el dictum de los norteamericanos, según el cual la Constitución es lo que la Suprema Corte disponga. Y la nuestra, con su arbitraria tesis de que hay un espíritu de la Constitución que solo ella, como ciertos médiums, puede invocar y no es posible alterarlo sino por la vía de una constituyente convocada con ese fin o por la de la interpretación que la propia Corte Constitucional quiera darle, ha cerrado en la práctica los canales para hacer los ajustes que el país requiere.
¿Qué hacer, entonces? La respuesta es dolorosa. Dada la ausencia de la juridicidad, lo que rige entre nosotros es la vía de hecho. El que tenga oídos, que entienda.
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