El texto consagra un derecho, el de toda persona al libre desarrollo de su personalidad, y dos limitaciones al mismo: los derechos de los demás y el orden jurídico.
Su interpretación debe partir, desde luego, del concepto de libre desarrollo de la personalidad que se reconoce como derecho fundamental a toda persona.
¿En qué consiste ese libre desarrollo de la personalidad?
Para entenderlo conviene partir de un postulado filosófico: el hombre se hace a sí mismo, cada uno construye su propia personalidad. Como dijo Sartre, el hombre es lo que hace. Y ese hacer es fruto de su libertad. Buena parte de lo que hace procede de su espontaneidad, su creatividad, su imaginación y, por supuesto, su voluntad, que de ese modo introduce un elemento de indeterminismo y aleatoriedad en el mundo que lo rodea.
A partir de Kant se dice que cada ser humano se traza sus propios fines, que no le son impuestos por la naturaleza, por la historia ni por la sociedad, sino por su propia autonomía racional, en cuya virtud es un fin en sí mismo. Esto es lo que le hace decir a Sartre que en el hombre la existencia precede a la esencia, es una nada cuyo contenido se va fijando a medida que actúa.
Estas ideas conducen a pensar que cada uno es dueño de su propio destino, de adoptar sus propios modos de vida, de decidir sobre su concepción de lo que lo hace feliz, de correr su propia suerte. Ello se resume fielmente en canciones que son verdaderos himnos a un individualismo libertario y nihilista, tales como "My Way", de origen francés, pero muy difundida en su versión en inglés, que en castellano se ha traducido como "A mi manera", y "Non, je ne regrette rien", que hizo célebre Edith Piaf.
De ahí se sigue que, como todos somos iguales, nadie está legitimado para imponerle a otro sus ideas sobre cómo manejar su vida y, específicamente, sus ideas morales. Cada cual tiene las suyas y ninguna tiene más valor que otra, dado que todas son relativas.
La moralidad pierde entonces la conexión que los clásicos establecían entre ella y la racionalidad del obrar humano.
El corolario parece ser "Prohibido prohibir", no lejos de la "Ley de Thelema" del diabólico ocultista inglés Aleister Crowley, que se resume en estos dos enunciados: "Hacer tu voluntad será el todo de la Ley; Amor es la ley, amor bajo voluntad" (vid. http://elespejogotico.blogspot.com/2010/06/el-libro-de-la-ley-aleister-crowley.html).
Obsérvese que por estos caminos el elemento racional, que en un principio constituía la justificación del libre desarrollo de la personalidad, va desapareciendo en beneficio del elemento volitivo, y que el motor de la acción que se hace estimable es, simple y llanamente, el deseo, que puede conducirnos bien sea al umbral del estado angélico o al abismo de la bestialidad, que son, según el pensamiento de Pascal, los dos extremos entre los cuáles oscila nuestra condición humana (“El hombre no es ni ángel ni bestia, y lo malo es que el que quiere ser el ángel hace la bestia” Blas Pascal, Pensèe,n.358)
No es, pues, la razón soberana, sino el deseo soberano, lo que justifica al tenor de no pocos el derecho al libre desarrollo de la personalidad, que a falta de guía puede tornarse en el libre desarrollo de nuestra bestialidad, es decir, en la libre destrucción de nuestra personalidad.
Ahora bien, como lo ha destacado el célebre iusfilósofo francés Michel Villey en "Le Droit et les Droits de l'Homme"(vid. https://www.eyrolles.com/Droit/Livre/le-droit-et-les-droits-de-l-homme-9782130630319/), la concepción corriente hoy acerca de derechos como el libre desarrollo de la personalidad adolece de fallas muy significativas, como su desconexión con la realidad y su amoralidad.
Lo primero, porque es un derecho que se predica de toda persona, y si esta se define como todo individuo de la especie humana, entonces comprende a los niños y los adolescentes, a quienes no se les podrían imponer normas de comportamientos ni ideales morales, sino, simplemente, sugerírselos. Pero se olvida, además, que las formas de vida se dan en contextos sociales. Ningún individuo inventa las suyas, sino que las adopta de acuerdo con los repertorios que le ofrece la sociedad en que vive, los cuáles no necesariamente se imponen de modo coercitivo, pero sí a menudo a través de la presión social, que obra muchas veces de modo sutil y diríase que inconsciente.
Pues bien, así como en los tiempos que corren se hace hincapié en el medio ambiente sano desde el punto de vista ecológico, con miras a la protección de la salud y hasta de la vida misma, ¿no sería del caso preocuparse también por el medio moral sano, que tanto inquietaba a los clásicos y del que hoy se desentienden irresponsablemente los contemporáneos?
Dígase lo que se quiera, hay formas de vida egregias, las hay mediocres y, sin duda alguna, las hay despreciables y nocivas. No todas pueden considerarse iguales ante el ordenamiento jurídico, como si hicieran parte del inventario del "Cambalache" que con sobra de buenas razones fustigó Enrique Santos Discépolo (vid. https://www.youtube.com/watch?v=94fHOOqFV68).
El principio del libre desarrollo de la personalidad debe acompasarse con el ordenamiento moral, no necesariamente el riguroso de los ascetas y los místicos, pero sí el de los hombres de buen sentido que entienden que sin un mínimo de moralidad la coexistencia armónica entre los seres humanos y el orden social serían inviables.
Ese es el sentido de los dos condicionamientos que contempla el artículo 16 de la Constitución Política para encauzar la garantía del libre desarrollo de la personalidad.
Por una parte, los límites que emanan de los derechos de los demás. Como bien lo dijo en frase célebre Benito Juárez, "El respeto al derecho ajeno es la paz". Hay formas violentas de vulnerar el derecho ajeno a partir del ejercicio del libre desarrollo de la personalidad, precisamente aquellas atroces que recomienda y ha puesto en práctica Crowley en su catecismo satanista. Pero las hay más sutiles, que obran a partir de la seducción y son las preferidas por Satán mismo: los malos ejemplos, enseñar que no hay diferencia alguna entre el Bien y el Mal, o lo que recomendaba Nietszche: "Vivir peligrosamente".
El segundo condicionamiento procede de las limitaciones que imponga el orden jurídico, vale decir, el orden social.
La interpretación del alcance de los derechos que suele hacer nuestra Corte Constitucional, sobre todo en fallos tan perversos como la Sentencia 221 de 1992 sobre despenalización de la dosis personal de drogas o la más reciente sobre consumo de estas en el espacio público (http://www.corteconstitucional.gov.co/comunicados/No.%2018%20comunicado%2006%20de%20junio%20de%202019.pdf), ignora que la Constitución misma consagra en el artículo 58 la prevalencia del interés público o social sobre el privado, así como que el ejercicio de los derechos implica responsabilidades, de suerte se no debe abusar de los mismos.
Suele olvidarse que es un principio fundamental de nuestra organización política el equilibrio entre la libertad y el orden, que suele mirarse con desdén por los que promueven una concepción libertaria, nihilista y en rigor anárquica de los derechos. Desafortunadamente, las concepciones políticas que brotan de pensamientos como el de Rousseau tienden a considerar que primero está el individuo soberano y luego viene la sociedad, como derivada de la voluntad concordante de sus congéneres, cuando lo que media entre el individuo y la sociedad es, como bien lo observó el célebre sociólogo Georges Gurvitch, una "reciprocidad de perspectivas".
No hay, en tal virtud, una preeminencia de lo social sobre lo individual, ni viceversa, sino una relación dialéctica que corresponde, en el fondo, a la visión relacional postulada por el pensamiento aristotélico-tomista: el ser humano solo puede desarrollarse a cabalidad en el medio social, pero el bien común que este promueve solo se justifica en función de la "vida buena" de aquel. La sociedad s el marco en que se perfecciona la vida individual, pero esta a su vez incide sobre la configuración de aquella.
Solía recomendarles a mis discípulos la definición de la política que ofrece David Easton: actividad social tendiente a la adjudicación autoritaria de valores (vid. http://webs.ucm.es/info/cpuno/asoc/profesores/lecturas/easton.pdf). Quien dice autoridad dice orden, y quien dice orden dice sujeción de los individuos a los valores sociales que lo hacen posible. Pero dichos valores no subestiman necesariamente las aspiraciones de los individuos, sino que las encauzan, coordinan e incluso jerarquizan en aras de su perfeccionamiento.
Esta idea está presente en la concepción católica del bien común, que se explica en función del perfeccionamiento de la persona humana (vid. https://es.catholic.net/op/articulos/14314/el-bien-comn.html#modal).
La destrucción y la degradación de la misma, por consiguiente, no pueden ser fines socialmente aceptables ni protegidos por la normatividad jurídica.
No sobra, en fin, recabar sobre el concepto de persona que está en el núcleo del artículo 16 de la Constitución Política: lo que el mismo garantiza es el libre desarrollo de la personalidad, que es sin lugar a dudas una categoría moral. En efecto, dentro de cierta concepción persona es el sujeto capaz de valoraciones morales; pero una concepción más profunda, como la que propone el personalismo, señala que la persona es el individuo que trasciende su estado de naturaleza y se abre a la dimensión espiritual de la existencia (http://www.jacquesmaritain.com/pdf/07_PER/01_P_PersInd.pdf)
Dicho esto, no sobra recomendarles a los magistrados que acaban de proferir una sentencia disoluta dizque en aras del libre desarrollo de la personalidad: ¡Estudien, vagos!
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