En escrito anterior señalé que el tema de la paz se aborda desde dos escenarios diferentes, pero interconectados: el individual y el colectivo.
El primero toca con la paz interior, la paz del alma, que es asunto de esfuerzo personal, pero en buen medida depende de condiciones externas que se dan en el medio social. El segundo alude a la armonía entre los distintos grupos sociales y en el interior de los mismos, que también depende del ánimo de cada individuo, pero exhibe sus propias peculiaridades.
El primero toca con la paz interior, la paz del alma, que es asunto de esfuerzo personal, pero en buen medida depende de condiciones externas que se dan en el medio social. El segundo alude a la armonía entre los distintos grupos sociales y en el interior de los mismos, que también depende del ánimo de cada individuo, pero exhibe sus propias peculiaridades.
Para abordar el asunto, hay que partir de la base de que en toda agrupación humana, desde la más simple hasta la más compleja, obran, como en los cuerpos físicos, fuerzas centrípetas, o de atracción ,y fuerzas centrífugas, o de repulsión. El equilibrio entre unas y otras es lo que permite su subsistencia.
Las primeras son de simpatía, sobre lo que hay un texto clásico de Max Scheler ("Esencia y formas de la simpatía"), del que, dicho aquí al margen, se ha escrito que siguió en buena medida las huellas de San Agustín, según sostiene Ángel Román Ortiz en una erudita y luminosa tesis doctoral . (Vid. http://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/81556/TADRO.pdf;jsessionid=2F79C2F2DF540873D94E941A12C6AE1F.tdx1?sequence=2). Las segundas, en cambio, son de antipatía y, en general, de conflicto, asunto en el que ponen excesivo énfasis Marx y sus seguidores, quienes sostienen que, una vez superados los estadios primitivos, la historia de las sociedades es la de la lucha de clases que solo logrará superarse en un estadio futuro, el de la instauración de la sociedad comunista que abolirá la propiedad privada y, por consiguiente, las clases sociales.
Para esta corriente ideológica, que es la que nutre a las Farc y el Eln, el orden de las sociedades clasistas no resulta de la simpatía scheleriana, sino de la opresión que ejercen los explotadores sobre los explotados y las alienaciones, sobre todo religiosas, que les imponen.
Para esta corriente ideológica, que es la que nutre a las Farc y el Eln, el orden de las sociedades clasistas no resulta de la simpatía scheleriana, sino de la opresión que ejercen los explotadores sobre los explotados y las alienaciones, sobre todo religiosas, que les imponen.
Dejando de lado las generalizaciones abusivas y los simplismos del pensamiento comunista, hay que reconocer en todo caso la realidad del conflicto en las sociedades e incluso sus funciones positivas. Dicho de otro modo, no solo es natural que en las sociedades haya intereses, opiniones, tradiciones, formas de vida e incluso cosmovisiones diferentes y hasta divergentes, sino que esa diversidad contribuye decisivamente al progreso humano. Como bien lo señala Popper en su obra ya clásica, "La sociedad abierta y sus enemigos", lo ideal no son las sociedades cerradas, sino las abiertas que admiten en su interior la confrontación de distintos puntos de vista.(https://monoskop.org/images/5/51/Popper_Karl_La_sociedad_abierta_y_sus_enemigos_I-II.pdf)
Esa apertura, ese reconocimiento de que la diversidad es un fenómeno tan natural como necesario, es propia en el mundo moderno de la civilización liberal, que según explicó hace años Raymond Aron en un un artículo para "L'Express", consagra los principios y valores comunes a la izquierda no extremista y la derecha no totalitaria. Esos principios y valores son, en cambio, objeto de rechazo incluso violento, de parte de la izquierda extremista, que profesan las Farc y el Eln, y la derecha totalitaria.
Para mantener su unidad, todo grupo social necesita fomentar su cohesión a partir de los valores que tienden a unirlo, y controlar los conflictos que inevitablemente se dan ora en su interior, bien respecto de otros grupos, y que pueden dar lugar a su disolución.
Desde esta perspectiva, la paz es un imperativo que surge de la necesidad de mantener la existencia del grupo. Este no puede subsistir en medio del desorden, y el desorden extremo es la anarquía. A la paz se llega a través del orden, pero hay distintas maneras de concebirlo.
De hecho, hay dos granes extremos acerca del modus operandi de la instauración del orden social: la fuerza y el consenso.
Muy a menudo, a lo largo de la historia el orden que trae consigo la paz es resultado de la acción incluso implacable del poder. El ejemplo clásico es la Paz Octaviana, que puso término mediante el recurso militar a las guerras civiles que destruyeron la república romana. Pero es bien sabido que el orden que se impone por la fuerza de las armas está condenado a ser inestable, salvo que venga acompañado de una vigorosa corriente de legitimidad.
Esta, que es la que a la postre logra una paz duradera y estable, es fruto de consensos básicos sobre los valores cuya realización se considera que compete al cuerpo social. Esos valores se conjugan en el concepto de bien común, que abre espacio a discusiones interminables que constituyen los grandes temas de la política.
Esta, como lo enseñó el ilustre profesor Duverger, se mueve en torno de dos polos, el de la concertación y el de la confrontación. Exhibe dos rostros, como el dios Jano de la mitología romana: el de la edificación del orden social a partir de unos valores fundamentales, y el de la lucha, ya por conquistar ese poder que permita realizar los valores apetecidos, bien por conservarlo, ora por resistirlo. Y esa lucha debe sujetarse a reglas de juego equitativas y confiables, si se quiere que la sociedad viva en paz.
La sustentación de esas reglas equitativas y confiables es tema de reflexión de parte de los grandes pensadores políticos de los tiempos recientes, tales como Rawls y Habermas, entre otros.
Esos dos polos de la política pueden examinarse también a partir de dos grandes categorías, la de los fines y la de los medios. Los primeros trazan el diseño de la sociedad ideal que se aspira a construir; los segundos tocan con los recursos de todo género que se estima necesario utilizar para esa edificación. Y alrededor de unos y otros surgen igualmente muchísimas confrontaciones teóricas y prácticas que exigen la búsqueda de acuerdos para privarlas de su capacidad de destrucción del orden social.
Es lo que Álvaro Gómez Hurtado llamaba los acuerdos sobre lo fundamental, que condicionan el funcionamiento regular de las instituciones. Vuelvo sobre lo dicho atrás: lo fundamental en el orden político toca con los principios de legitimidad.
Como lo demostró Guglielmo Ferrero en sus estudios sobre la historia romana y las crisis que se desataron a raíz de la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico, esos principios son "los genios invisibles que gobiernan la ciudad". Si no hay acuerdo sobre esos principios, la guerra civil o, por lo menos, el desorden crónico, son inevitables. Y entonces sobrevienen la anarquía o la dictadura.
Estas consideraciones son pertinentes para examinar la situación en que nos encontramos a raíz de los diálogos con las Farc en La Habana.
Todo parece indicar que nos hallamos en vísperas de la firma de un muy publicitado Acuerdo Final. Pero es algo que ha venido cocinándose a espaldas de la opinión pública y pretende imponerse como si se tratase de un parto logrado mediante el uso de fórceps, o quizás algo peor, comparable tal vez a las brutales cesáreas que los carniceros de las Farc han practicado en nuestras selvas.
A toda costa el gobierno de Santos ha tratado de construir las bases de una apariencia de legalidad para implantar ese Acuerdo Final, distorsionando burdamente la normatividad del Derecho Internacional Humanitario y promoviendo un Acto Legislativo que, si la Corte Constitucional fuese congruente con las doctrinas que ha venido sosteniendo en reiteradas ocasiones, tendría que calificarse no como una reforma, sino como una subversión de la Constitución, que en parte alguna permite dar pie para darle sustento a la dictadura mediante la cual pretende Santos refundar la institucionalidad al gusto de las Farc.
La refrendación popular que se busca obtener a través de un plebiscito amañado es, como lo dijo hace poco el exfiscal Montealegre, un fraude a la Constitución.
Todo este proceso de fraudes, engaños y trampas indigna a la opinión. Y cuando se pretenda llevar a la práctica lo convenido de tan mala manera, la reacción ciudadana ya no se limitará a la expresión de una Resistencia Civil, pues en no pocos lugares al parecer ya se está pensando en las vías de hecho.
Lo que está en juego es nuestra precaria civilización política. Por ese motivo, a raíz de una muy amable invitación que me hizo el profesor Juan David Escobar Valencia para compartir algunas ideas con sus alumnos de Eafit, resolví centrar mis reflexiones precisamente en el tema de la civilización, la que no hemos logrado edificar y estamos a punto de destruir. Habrá que volver sobre viejas consideraciones acerca de qué es lo que configura una civilización, sobre qué cimientos se levanta, qué la hace posible, de qué maneras se la despliega y eleva, cómo se le da muerte.
Esta, como lo enseñó el ilustre profesor Duverger, se mueve en torno de dos polos, el de la concertación y el de la confrontación. Exhibe dos rostros, como el dios Jano de la mitología romana: el de la edificación del orden social a partir de unos valores fundamentales, y el de la lucha, ya por conquistar ese poder que permita realizar los valores apetecidos, bien por conservarlo, ora por resistirlo. Y esa lucha debe sujetarse a reglas de juego equitativas y confiables, si se quiere que la sociedad viva en paz.
La sustentación de esas reglas equitativas y confiables es tema de reflexión de parte de los grandes pensadores políticos de los tiempos recientes, tales como Rawls y Habermas, entre otros.
Esos dos polos de la política pueden examinarse también a partir de dos grandes categorías, la de los fines y la de los medios. Los primeros trazan el diseño de la sociedad ideal que se aspira a construir; los segundos tocan con los recursos de todo género que se estima necesario utilizar para esa edificación. Y alrededor de unos y otros surgen igualmente muchísimas confrontaciones teóricas y prácticas que exigen la búsqueda de acuerdos para privarlas de su capacidad de destrucción del orden social.
Es lo que Álvaro Gómez Hurtado llamaba los acuerdos sobre lo fundamental, que condicionan el funcionamiento regular de las instituciones. Vuelvo sobre lo dicho atrás: lo fundamental en el orden político toca con los principios de legitimidad.
Como lo demostró Guglielmo Ferrero en sus estudios sobre la historia romana y las crisis que se desataron a raíz de la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico, esos principios son "los genios invisibles que gobiernan la ciudad". Si no hay acuerdo sobre esos principios, la guerra civil o, por lo menos, el desorden crónico, son inevitables. Y entonces sobrevienen la anarquía o la dictadura.
Estas consideraciones son pertinentes para examinar la situación en que nos encontramos a raíz de los diálogos con las Farc en La Habana.
Todo parece indicar que nos hallamos en vísperas de la firma de un muy publicitado Acuerdo Final. Pero es algo que ha venido cocinándose a espaldas de la opinión pública y pretende imponerse como si se tratase de un parto logrado mediante el uso de fórceps, o quizás algo peor, comparable tal vez a las brutales cesáreas que los carniceros de las Farc han practicado en nuestras selvas.
A toda costa el gobierno de Santos ha tratado de construir las bases de una apariencia de legalidad para implantar ese Acuerdo Final, distorsionando burdamente la normatividad del Derecho Internacional Humanitario y promoviendo un Acto Legislativo que, si la Corte Constitucional fuese congruente con las doctrinas que ha venido sosteniendo en reiteradas ocasiones, tendría que calificarse no como una reforma, sino como una subversión de la Constitución, que en parte alguna permite dar pie para darle sustento a la dictadura mediante la cual pretende Santos refundar la institucionalidad al gusto de las Farc.
La refrendación popular que se busca obtener a través de un plebiscito amañado es, como lo dijo hace poco el exfiscal Montealegre, un fraude a la Constitución.
Todo este proceso de fraudes, engaños y trampas indigna a la opinión. Y cuando se pretenda llevar a la práctica lo convenido de tan mala manera, la reacción ciudadana ya no se limitará a la expresión de una Resistencia Civil, pues en no pocos lugares al parecer ya se está pensando en las vías de hecho.
Lo que está en juego es nuestra precaria civilización política. Por ese motivo, a raíz de una muy amable invitación que me hizo el profesor Juan David Escobar Valencia para compartir algunas ideas con sus alumnos de Eafit, resolví centrar mis reflexiones precisamente en el tema de la civilización, la que no hemos logrado edificar y estamos a punto de destruir. Habrá que volver sobre viejas consideraciones acerca de qué es lo que configura una civilización, sobre qué cimientos se levanta, qué la hace posible, de qué maneras se la despliega y eleva, cómo se le da muerte.
Este artículo es una síntesis erudita de la supuesta paz que se nos avecina: Una supuesta paz que se está imponiendo a costa de todos los principios de una sociedad civilizada y culta, como los son la buena fe, la verdad, el deseo de no ser sometido a la voluntad del verdugo, y todas y cada una de las reglas de la democracia. Los principios de un acuerdo sobre lo fundamental han sido rotos en mil pedazos para lograr esta paz.
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