domingo, 25 de noviembre de 2018

La Subversión en Marcha

Es posible que el celo anime la vehemencia de los comentarios de Fernando Londoño Hoyos sobre la marcha del actual del actual gobierno. Pero, más allá de la forma, sobre la que caben distintas consideraciones, hay que admitir el fondo de verdad que en los mismos anida: hay en marcha un movimiento subversivo que pretende derrocar al presidente Duque.

La cabeza visible de ese movimiento es Gustavo Petro, quien desde que perdió las elecciones anunció que estimularía la resistencia popular contra el que lo derrotó en franca lid.

Petro no ha dejado de ser comunista ni ha superado su talante guerrillero. Es un personaje nefasto que no reconoce ni Dios ni Ley. La subversión es su estado de ánimo. Nadie como él ilustra sobre lo que podemos denominar la democracia tumultuaria, aquella que en lugar de fundarse en la opinión bien informada y mejor concebida a través del esfuerzo racional de la ciudadanía, excita las bajas pasiones del populacho y promueve su ímpetu destructivo. 

Es fácil advertir la expresión demoníaca de su rostro cuando anima a la turbamulta. Demoníaco es además el apoyo que le presta al colectivo LGTBI, en contra de la familia y de una sexualidad responsable. Lo suyo es la demolición de la moralidad, en aras de los postulados del marxismo cultural y específicamente de la revolución sexual que pretende instaurar el libertinaje. De ese modo, elimina los frenos morales que protegen el orden de las comunidades y garantizan el ejercicio sosegado de los derechos. (Vid. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-12162143; https://www.youtube.com/watch?v=trSwV92knFo; https://www.youtube.com/watch?v=xnteoHx8hdw; https://www.youtube.com/watch?v=CzHYNHJD1i4).

¿A qué fue Petro a Cuba hace poco? Sin duda alguna, a recibir instrucciones y recabar el apoyo de la dictadura comunista que en ese país impera. Y si en estos días anda de pelea con la dictadura venezolana, es para desorientar al público colombiano, del mismo modo que lo hicieron Santos y Chávez con ocasión del debate presidencial de 2010.

No hay que olvidar que el Plan Estratégico de las Farc para la Toma del Poder en Colombia contemplaba una fase final, la de la insurrección popular. Las circunstancias han obligado a modificar el modus operandi del proceso revolucionario que se tenía previsto, pero el mismo sigue vigente, apoyado en la armazón jurídico-politica del NAF, que estimula la movilización y la protesta populares, dejando en la práctica inermes a las autoridades para controlar sus desmanes, y en el tamaño de la votación que obtuvo Petro en las pasadas elecciones, que hace pensar a los extremistas que las condiciones están dadas para desquiciar el gobierno del presidente Duque.

Es indiscutible que la gobernabilidad de este es muy precaria, dado que no cuenta con un sólido respaldo de parte de la opinión pública y carece de medios eficaces para  imponer el respeto al poder legítimo con que fue investido por el pueblo colombiano. 

Para comenzar, tal como lo anuncié desde un principio, el régimen constitucional vigente desarticuló de tal modo la estructura de la autoridad que no es exagerado afirmar que contiene elementos capaces de hacer ingobernable a Colombia. De hecho, es un criadero de monstruos institucionales que se devoran o estorban unos a otros, en lugar de aplicarse a la colaboración armónica para hacer efectivos los fines del Estado.

Como la Constitución se concibió en contra del Congreso y el régimen presidencial, su desarrollo ha redundado en pro de la dictadura judicial, encabezada por la Corte Constitucional, que guarda en su bolsillo las llaves de la adecuación de nuestra normatividad a las necesidades cambiantes y apremiantes de la sociedad, con su arbitraria tesis de que ella es garante de unos "principios basilares" de la Constitución que inventa y acomoda a su amaño.

La Corte Constitucional hizo inoperante el Estado de Conmoción Interior, que los gobiernos ya no decretan porque ipso facto convierte a aquella en protagonista principal de la función de conservar el orden público y restablecerlo donde fuere turbado. Si la Corte queda bajo el control de una mayoría proclive a la subversión, como ocurrió hace algún tiempo y quizás suceda hoy, la autoridad ya no podrá aplicarse a su cometido básico, que es garantizar el cabal funcionamiento de las instituciones y la protección de la seguridad de las comunidades.

En Colombia ha dejado de regir el Estado de Derecho. Ni el Presidente ni el Congreso saben a ciencia cierta cuáles son sus poderes, porque la dictadura judicial los amplía o restringe como le da la gana, a sabiendas de que sus disposiciones están libres de todo control. Y si el Congreso se atreve a reformar la Constitución para imponerle responsabilidades, con toda desfachatez invoca la separación de poderes para impedírselo, tal como sucedió con el Acto Legislativo No. 2 se 2015. (Vid. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2016/C-053-16.htm).

Quien lea cuidadosamente el NAF podrá percatarse de que ese esperpento supraconstitucional convierte a la fuerza pública en pobre espectadora de las manifestaciones de la democracia tumultuaria que se apoya en la movilización y la protesta populares. Ahí se dice que debe abstenerse de actuar incluso frente a los disturbios. Y si decide hacerlo para proteger el espacio público, la seguridad ciudadana, la propiedad privada y los demás bienes jurídicos amparados por el Código Nacional de Policía y Convivencia o el Código Penal, ahí estará esperándola la dictadura judicial que decide ad libitum sobre la proporcionalidad del ejercicio de la fuerza y se halla presta a ensañarse contra los agentes del orden que intenten cumplir con su deber.

La consigna en Colombia es desmantelar la autoridad en favor del libertinaje de la muchedumbre. Los promotores del desorden son conscientes de ello. Y obran en consecuencia. Lanzan primero a los estudiantes a las calles. Continúan con los trabajadores y con sectores sensibles de la sociedad, como los transportadores o los maestros. Seguirán con los campesinos y así sucesivamente, con la consigna de hacer invivible la república, hasta que los responsables de las fuerzas armadas tengan que decirle al Presidente: somos incapaces de asegurar el orden constitucional.

¿Qué hará él en ese momento?



martes, 20 de noviembre de 2018

¿A quién queréis: a Duque o a Petro?

Las últimas encuestas muestran que en la opinión pública ha cundido el desánimo en torno de la gestión del presidente Duque.

Es un hecho innegable que obedece a distintas causas, unas de ellas imputables a él mismo, pero otras ajenas, si se quiere, a su voluntad, pues tocan con la herencia desastrosa que legó su antecesor, con el espíritu subversivo de la oposición petrista y con un ánimo morboso que se advierte en cierta prensa.

Conviene recordar a este propósito las sabias palabras de Rafael Núñez: “La prensa debe ser antorcha y no tea, cordial y no tósigo, debe ser mensajera de verdad y no de error y calumnia, porque la herida que se hace a la honra y al sosiego es con frecuencia la más grande de todas”.

Para nadie es un secreto que los medios más influyentes, sobre todo en radio y televisión, le tienen inquina al presidente Duque, a quien le trasladan la áspera enemiga que han profesado contra el hoy senador Uribe Vélez y lo que él representa.

Hay que partir de la base de que Uribe es Uribe y Duque es Duque, vale decir, que no obstante las relaciones que median entre ambos, de cierto modo Uribe es el pasado, ciertamente inmediato, mientras que Duque apunta hacia el futuro.

La obra de Uribe es histórica y merece el reconocimiento de la ciudadanía, pero ya no estamos en el año 2002, sino en el 2018, lo cual significa que prácticamente hay una nueva generación que experimenta otras aspiraciones y ve las cosas de distinta manera.

Muchos de los nuevos electores apenas habían nacido cuando Uribe libró su patriótica batalla contra la subversión comunista, la que, mal que bien, hoy está en desbandada y completamente desacreditada ante el pueblo. Es una culebra agonizante, así siga revolcándose y tratando de morder. Lo que queda de ella son unas estructuras criminales que tarde o temprano serán sometidas por la acción de la autoridades. 

No obstante, a partir de ahí se han producido unas mutaciones, unos cambios de piel, diríase que unas reencarnaciones de las que Petro y sus compinches han tomado atenta nota. Esa secta no avala hoy abiertamente los programas de las Farc y el Eln, que nos ofrecen los infernales paraísos imperantes en Cuba y Venezuela, sino las consignas de una nueva izquierda que se presenta como adalid de la lucha contra la corrupción, de la promoción de las demandas más acuciantes de los sectores populares y del progresismo que avanza hacia la transformación radical de la sociedad en el sentido que predica el marxismo cultural. Todo ello se resume en la engañosa divisa de la "Colombia Humana" que enarbola el pestilente Petro.

El presidente Duque ha querido adaptarse a los signos de estos tiempos. Para empezar, es hombre joven al que no se puede vincular con el  paramilitarismo, el narcotráfico, la polítiquería o la corrupción. Lo lógico sería que la juventud se identificara con él, si no estuviera contaminada por el deletéreo espíritu de la nueva izquierda. Ha adoptado, además, medidas audaces, como la de darle la mitad del gobierno a la mujer, lo cual ameritaría su aplauso si la causa de su promoción tampoco estuviera  asociada con el feminismo radical de las "Gamarras" y otras de su misma calaña.

Lo que cabe destacar en los primeros 100 días de su gobierno es la prudencia, el ánimo conciliador, su propósito de superar la polarización que envenena el espíritu colectivo. Si no ha barrido al santismo es porque piensa que en Colombia cabemos todos, con nuestros aciertos y nuestros errores. No hay en sus acciones ánimo vindicativo.

Ello no quiere decir que sea de carácter débil. Ha mostrado su fortaleza frente a la presión politiquera por los puestos y los contratos, manteniendo su propósito de cero "mermelada" para comprar apoyos en el Congreso, en los medios o en los gremios. También se ha mostrado firme ante el Eln y sus apoyos en Cuba y Venezuela, a cuyos gobiernos les ha reclamado vigorosamente por la protección que les brindan. No le ha temblado la voz, además, para denunciar el régimen dictatorial que oprime al sufrido pueblo venezolano. 

No ignoro que se han cometido errores ni que hay aspectos discutibles en estos primeros días de gestión presidencial, pero hay que admitir que pocos mandatarios han encontrado circunstancias tan adversas como el actual. Tal vez las actuales sean similares en cierta medida a las que encontró en sus comienzos Misael Pastrana Borrero, quien supo sortearlas con gran habilidad.

Hay que darle tiempo a Duque para que muestre su casta y no atosigarlo con críticas que, todo lo bien intencionadas que parezcan ser, conducen a demeritarlo ante la opinión y a alimentar, así sea sin quererlo, la estrategia del caos que lidera Petro.







sábado, 10 de noviembre de 2018

Legalidad, Equidad, Emprendimiento

En estas tres palabras ha centrado el presidente Duque su programa de gobierno. Ellas apuntan hacia el núcleo de las grandes necesidades de la sociedad colombiana en la hora presente.

Es indiscutible que padecemos hoy una profunda crisis institucional. El Imperio de la Ley está severamente agrietado y de hecho experimentamos la acción de poderes que lo desafían abiertamente o que diciéndose sus guardianes lo desconocen sin reato alguno. 

En rigor, del gobierno popular, representativo, electivo, alternativo, controlado y responsable  que proclamaban nuestras primeras Constituciones, lo que queda es un entretejido de poderes mal ensamblados, unas veces ineficientes y otras desaforados. 

La Corte Constitucional ha destruido la Constitución, que en sus manos es un texto que significa cualquier cosa que a ella le venga en gana. El tiempo le ha dado la razón a Alfonso López Michelsen, quien me dijo hace unos años que "más daño que la Constitución, ha hecho la Corte Constitucional". 

Una concepción demasiado dúctil de la juridicidad, como la que ahora se ha impuesto, trae consigo la arbitrariedad y, de contera, la corrupción del aparato judicial, que ya es espantosa. Y no tenemos Congreso capaz de ponerle freno, pues si intenta emprender a fondo una reforma de la justicia, la omnipotente Corte Constitucional hará trizas sus propósitos, como sucedió con el Acto Legislativo de 2015 sobre Equilibrio de Poderes.

Pedro Medellín  escribió hace poco un inquietante artículo titulado "El Desplome de la Legalidad", en el que muestra a las claras la crisis de autoridad y, por ende, el auge de la anarquía en vastos sectores del territorio.   (Vid. https://www.elpais.com.co/opinion/columnistas/pedro-medellin/el-desplome-de-la-legalidad.html). Es un vacío, una impotencia, que no solo se dan en regiones apartadas, sino en las ciudades mismas. Ya se habla, por ejemplo, de que el Cartel de Sinaloa controla varias comunas de Medellín. Y lo que sucedió en Bogotá hace pocos días con los desmanes de la protesta estudiantil indica que hay en marcha un firme propósito subversivo, sin duda alentado por la campaña de "resistencia" de Petro y sus conmilitones.

¿Qué puede hacer el presidente Duque para restaurar el Imperio de la Ley en Colombia? No es culpa suya que la Constitución vigente haya diluido y debilitado hasta el extremo la autoridad, como tampoco le es imputable la claudicación que entraña el ominoso NAF convenido por Santos y avalado por el Congreso y la Corte Constitucional. Lo cierto es que le toca gobernar amarrado por una camisa de fuerza para la que no hay remedios institucionales adecuados que permitan adecuarla a las necesidades actuales.

El propósito de avanzar hacia una sociedad más justa es del todo plausible. La nuestra es flagrantemente inequitativa desde muchos puntos de vista. Pero una cosa es reconocer nuestras falencias y otra muy distinta el modus operandi para corregirlas. 

La acción social del Estado es un imperativo constitucional cuya legitimidad está por fuera de toda discusión.  Pero los propósitos que deben inspirarla y los procedimientos para articularla son asuntos que se prestan a los más arduos debates políticos. Con qué recursos se cuenta y cómo debe empleárselos, he ahí el meollo. La demagogia hace estragos y tras ella viene la corrupción. Lo que hizo Petro en Bogotá es buena muestra de lo que se logra mediante políticas sociales equivocadas. A Duque le corresponde insistir en la equidad, pero con políticas serias y ajustadas a las realidades socio-económicas.

Bien podría decirse hoy: "Dadme una buena economía y podré daros una buena política social". Y está probado, más allá de toda discusión, que la buena economía depende  ante todo del emprendimiento privado. Que el Estado lo vigile, lo controle y lo encauce, quién puede dudarlo. Pero sin llegar a asfixiarlo, ni a imponerle trabas inútiles. Y, del mismo modo que decimos que hoy la acción de la autoridad está frenada por una insoportable camisa de fuerza, también la libertad y la creatividad del empresariado están constreñidas por un cúmulo insoportable de regulaciones e imposiciones que dificultan el cumplimiento de sus funciones sociales, que no son otras que las de generar riqueza, empleo, suministro de bienes y servicios necesarios para el bienestar de las comunidades, progreso en todos los órdenes. 

Tarea hercúlea la que carga sobre sus hombros el actual gobierno en su propósito de estimular las fuerzas productivas para poner la sociedad colombiana a la altura de las sociedades modernas.

Reitero que al presidente Duque hay que otorgarle un generoso voto de confianza, pues los problemas que le toca manejar son arduos a más no poder y los recursos con que cuenta son sobremanera escasos.




domingo, 4 de noviembre de 2018

Lo que queda del día

El título de esta preciosa cinta de Anthony Hopkins me sirvió para dar respuesta al muy amable homenaje que, junto con Juan Gómez Martínez, Alberto Velásquez Martinez y Raúl E. Tamayo Gaviria, nos ofrendó el viernes pasado ese inigualable amigo que es William Calderón, y a las generosas palabras que nos dirigió para enaltecernos mi querido discípulo Marco A. Velilla Moreno.

Como ya observo de cerca lo que Julián Marías llamaba el horizonte de las ultimidades, tengo claro que el juicio sobre mi vida que más me interesa es el de mi Supremo Hacedor. Agradezco, desde luego, la generosidad con que me tratan quienes me aprecian, pero tengo que decir con franqueza que, si bien sus manifestaciones dan muestra de que, como lo dice sabiamente el Evangelio, "de la abundancia del corazón hablan las palabras", estas exceden de sobra los precarios méritos de que pueden dar cuenta mis ejecutorias.

A esta altura de la vida hay que hacer todos los días examen de conciencia, y el que yo practico en no mucho me favorece. 

Suelo mirar hacia atrás y encuentro que es muy poco aquello de lo que legítimamente podría ufanarme no solo ante Dios, sino ante mis semejantes.

La imagen de mi pasado que suele ofrecerme el escrutinio que del mismo hago suele ser ora la un yermo, bien la de lo que aquí llamamos un charrascal, es decir, un lote enrastrojado, en donde a veces, como en el desierto de Atacama, cada año hay alguna floración.

Esas flores corresponden a los afectos que cultivo o que suscito. Cada noche le doy gracias a Dios por los seres queridos que me rodean. Son regalos maravillosos que Él me da sin merecerlos, pero si no los tuviera, mi vida sería como la que describen por ahí unos tangazos, la de una sombra entre las sombras.

Dice San Juan de la Cruz, siguiendo a San Pablo, que a la tarde se nos juzgará en el amor. Y en el atardecer de mi existencia terrena lo único que en definitiva cuenta es el amor con que he acompañado a los seres con que Dios ha querido rodearla, el consejo oportuno a quien lo ha pedido, el ejemplo edificante que a algunos ha servido sin que yo me diera cuenta, el favor desinteresado a los que lo han necesitado, la limosna brindada con generosidad y simpatía al que  ha tendido la mano para implorarla; pero también hay que anotar en el debe todas las omisiones, y, lo que es peor, la deuda incancelable con las personas con las que he pecado y las que he ofendido, perjudicado, decepcionado o escandalizado. Hoy solo puedo rogar por ellas y pedirle perdón a Dios por los múltiples errores cometidos a lo largo de mi existencia.

Discutiendo con un contertulio ateo que pregunta por qué Dios no se manifiesta, le digo que yo no puedo negar su presencia en mi vida, pues su infinita misericordia me ha librado de caer en los peores abismos que torpemente he bordeado. Como André Frossard, bien puedo exclamar: "Dios existe, yo me lo encontré". O más bien: "Él vino a mi encuentro". (Vid. https://kupdf.net/download/dios-existe-yo-me-lo-encontre-andre-frossard_599ceccbdc0d60637d53a1f9_pdf). Y con Corrado Balducci, igualmente puedo decir que el Diablo existe, pues he experimentado en mi intimidad  su presencia destructiva (Vid. https://www.mscperu.org/espirit/diablo/bajardiablo/balducci,%20corrado%20-%20el%20diablo%20existe.pdf).

Doy fe de lo que escribe Dostoiewsky en torno de su impactante personaje Dimitri Karamazov, que padece la lucha entre Dios y el Diablo que se libra en el interior de cada hombre. Platón la describía en otros términos que en el fondo significan lo mismo, al referirse a los dos corceles que arrastran al alma, uno hacia las alturas y otro hacia los abismos.

Instrumento de la Providencia fue mi finada esposa, que por su amor, sus oraciones, su abnegación, su fidelidad y su generosidad hizo de mí lo que soy. Ella es la que merece los homenajes con que ahora se me agasaja. Todo lo bueno que de mí se diga es obra suya.

Gracias mil, en todo caso, mi querido William por tan cálida muestra de tu afecto, lo mismo que a los amigos que me acompañaron en ocasión que resultó como William la deseaba, es decir, alegre y efusiva.

sábado, 27 de octubre de 2018

Una historia poco edificante

Vuelvo sobre un tema que traté con cierto recato en otra ocasión en este blog y que en realidad no me gusta festinar. Lo hago porque podría tener alguna incidencia en la suerte de Andrés Felipe Arias, a quien se le ha negado la libertad en Estados Unidos porque, según explicó su esposa en "La Hora de la Verdad" en estos días, al juez  que lleva su causa lo motiva una solicitud de extradición que hizo el gobierno colombiano con fundamento en el Tratado entre los dos países cuya ley aprobatoria se declaró inexequible por nuestra Corte Suprema de Justicia el 11 de diciembre de 1986.

Ese día la Corte abandonó la sabia doctrina que a lo largo de años sostuvo en materia de leyes aprobatorias de tratados internacionales, en virtud de la cual se consideraba incompetente para pronunciarse acerca de la constitucionalidad de las mismas por considerar que ellas hacían parte de un acto complejo que en ultimas escapaba al control del derecho interno.

Para entender esta doctrina hay que recordar que el tratado se da a través de varias etapas: la negociación y la firma, que puede realizarse por medio de plenipotenciarios, bien sean embajadores, cancilleres u otros delegados; luego se produce el trámite interno, que depende de la legislación de cada Estado y que para la época consistía en obtener la aprobación de su texto por el Congreso, mediante ley y la sanción de la misma por el Presidente; la etapa final, que es la que lo perfecciona y le da vida jurídica, es el canje de ratificaciones o la comunicación de la adhesión, si es el caso de un tratado colectivo, en la que cada Estado parte declara que ha llenado todos los requisitos de su derecho interno y manifiesta su voluntad de cumplirlo; en nuestro país hay una formalidad adicional, consistente en el decreto que dicta el Presidente para incorporarlo al derecho interno.

La Corte sostenía, con sobra de razones, que un fallo de inexequibilidad de la ley aprobatoria no podía afectar el canje de ratificaciones o la adhesión, que eran y son eventos del resorte de la jurisdicción de los tribunales internacionales, los cuales, dicho sea al margen, han considerado que los Estados no pueden invocar vicios internos para negarse a cumplir lo que han ratificado solemnemente. Recuerdo que este fue el tema que trató nuestro profesor de Derecho Internacional Público, Jaime Sanín Greiffenstein, en sus primeras clases.

Pero en ese día funesto, ella decidió que sí podía ocuparse de la exequibilidad de la ley aprobatoria, invocando para el efecto una muy discutible analogía con los actos separables en la contratación administrativa, que según la legislación de ese momento podían anularse por vía jurisdiccional sin afectar por ello su resultado final.

Acto seguido, glosó la ley aprobatoria dizque por haberla sancionado el ministro delegatario encargado de funciones presidenciales por hallarse el presidente en visita oficial en el extranjero. Si bien el ministro había sido facultado ampliamente para suplir la ausencia del Jefe del Estado, la Corte entró a distinguir abusivamente entre las funciones delegables y las indelegables, habiendo encontrado que en estas últimas se hallaba la de sancionar leyes aprobatorias de tratados.

El Presidente era Julio César Turbay Ayala y su Canciller, Germán Zea Hernández, quien me espetó una severa reprimenda cuando yo era magistrado de la Corte, diciéndome que él había sido el promotor del Acto Legislativo que introdujo la figura del ministro delegatario y en ningún momento el Congreso consideró el arbitrario distingo que después introdujo la Corte para declarar inexequible la Ley aprobatoria del Tratado de Extradición con los Estados Unidos. 

Hube de responderle que yo no era magistrado de la Corte que declaró esa inexequibilidad, y que, en cambio, había promovido infructuosamente la exequibilidad de la sanción con que el presidente Barco buscó revivir esa Ley. 

Como la Corte fundó el vicio de la Ley en que quien la sancionó fue el ministro delegatario, el presidente Barco, cuyo Secretario Jurídico era Jorge Humberto Botero, decidió llenar la formalidad impartiéndole al proyecto la sanción que la Corte había echado de menos. No tardaron en aparecer las demandas de inexequibilidad contra la Ley que llevaba nueva numeración, y a mí me correspondió, como novel magistrado de la Sala Constitucional de la Corte, para la que fui elegido precisamente el 11 de diciembre de 1986, la que presentó un abogado que era públicamente conocido como agente de Pablo Escobar Gaviria. 

No obstante las múltiples y gravísimas amenazas que sufrí, presenté una ponencia favorable a la decisión del presidente Barco, aduciendo que, si bien la Ley había sido declarada inexequible y como tal quedaba por fuera del universo jurídico, como la falla que se le endilgó tocaba apenas con la formalidad última de la sanción presidencial, sobrevivía como proyecto que podía recibir la sanción presidencial. Modestia aparte, esta doctrina quedó plasmada en la Constitución actual, que dispone que cuando la acusación contra la ley sea por vicios de forma, el proyecto puede devolverse al Congreso o al Presidente para que los subsanen. 

Pero la Corte, en esa oportunidad, se dividió por mitades. Una mitad se inclinó por la ponencia del magistrado Fabio Morón Díaz, que había sido aprobada por la Sala Constitucional contra mi voto negativo, y la otra mitad decidió apoyar la ponencia sustitutiva que yo presenté en ejercicio del derecho que me asistía de someter a la consideración de la Sala Plena el proyecto que había rechazado la Sala Constitucional. Después de varios intentos infructuosos para superar el empate, se resolvió someter el asunto a la decisión de un Conjuez, cargo que terminó aceptando el hoy difunto Alfonso Súarez de Castro. Suárez acogió la ponencia de la Sala Constitucional y desechó, por consiguiente, la mía. Pero después de exponer su dictamen, vino a saludarme, felicitándome por el trabajo que yo había hecho y diciéndome que ojalá hubiera en Colombia otras personas tan valerosas como yo. Dicho sea de paso, si él hubiese tenido el mismo valor mío, los dos habríamos sucumbido ante la furia asesina de Pablo Escobar Gaviria y su implacable red sicarial.

Pues bien, como resultado de esas inexequibilidades que en mala hora dispuso la Corte Suprema de Justicia se produjo una situación que yo he motejado como de esquizofrenia jurídica, pues el Tratado sigue vigente en el orden internacional, pero Colombia no lo cumple por considerar que desapareció en el ámbito interno. 

El gobierno de Barco intentó subsanar la situación proponiéndole al gobierno norteamericano que se reviviera un Tratado anterior de los años cuarenta del siglo pasado, pero el segundo insistió en que el Tratado que vinculaba a las dos partes era el que se había negociado y suscrito con el gobierno de Turbay y no otro. 

Para salir de ese limbo jurídico, los gobiernos de Pastrana y Uribe ignoraron el Tratado acudiendo a la fórmula de extradición del Código de Procedimiento Penal. Pero cuando el gobierno norteamericano lo invocó ante el gobierno de Santos para pedir la extradición de Walid Makled, un mafioso que también era reclamado por el gobierno de Venezuela, Santos se negó a enviarlo a Estados Unidos alegando que no podía cumplir el Tratado con este país porque no estaba vigente en el orden interno.

No obstante ello, en un acto de repugnante y aviesa mala fe, decidió más tarde exigir de los Estados Unidos la extradición a Colombia de Andrés Felipe Arias, invocando precisamente el Tratado que se negó a cumplir en el caso de Makled.

Un principio que viene desde el Derecho Romano acerca de la reciprocidad de las causas en los negocios sinalagmáticos enseña que si una de las partes se niega a cumplir lo que le corresponde, la otra puede invocar la excepción de contrato no cumplido y negarse, por consiguiente, a efectuar las prestaciones a su cargo. Así  las cosas, el gobierno norteamericano puede negarse a extraditar a Andrés Felipe Arias en virtud del Tratado de marras mientras el gobierno colombiano se niegue a cumplir lo que le compete.

La solución del caso está en manos del canciller Holmes Trujillo, quien debería retirar la solicitud de extradición de Andrés Felipe Arias, que obra en poder del juez norteamericano, reconociendo que es improcedente porque el gobierno colombiano mal puede pedirle a su contraparte que cumpla un Tratado que él mismo afirma que no lo vincula porque la Ley que lo había aprobado fue declarada inexequible por sentencia de la Corte Suprema de Justicia.



martes, 11 de septiembre de 2018

Serenidad, Valor y Sabiduría

Después del Padrenuestro, probablemente la oración más apreciada es la de la Serenidad, que dice así:

"Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; valor para cambiar las que puedo; y sabiduría para reconocer la diferencia".

Está oración es especialmente recomendable para los gobernantes, que al actuar sobre la realidad social se encuentran, en efecto, con unas situaciones que no pueden modificar y otras cuya transformación exige de ellos enorme acopio de valor.

Es el caso del presidente Duque, que al iniciar su mandato tiene que habérselas con un país literalmente hecho trizas debido a los estragos de la gestión de su antecesor.

Como Salomón, debería pedirle a Dios un corazón para juzgar al pueblo y para discernir entre el bien y el mal (Reyes, 3,9).

Difícilmente registra nuestra atareada y trágica historia el caso de un gobernante que deba enfrentar retos tan difíciles. Pero es joven, inteligente y corajudo. Falta ver si también sabe escuchar y rodearse de consejeros que iluminen su juicio sobre lo que le corresponde hacer para salvar a Colombia de gravísimos riesgos que la circundan.

Es posible que el riesgo de caer bajo las garras de las Farc, que se hizo patente con el texto del NAF, esté conjurado por ahora, dado que el pueblo rechaza a esos empecinados criminales. Pero, en cambio, siguen vivas las asechanzas de falsos profetas que se mantienen en estado de alerta para aprovecharse de sus dificultades, sus yerros y sus fracasos. 

Por ahí andan Claudia López enarbolando la bandera de la lucha contra la corrupción, Gustavo Petro diciendo que él es el personero de los humildes, Sergio Fajardo presentándose como el que es capaz de unir a los colombianos, y otros más a los que parece interesarles que Colombia se hunda, para después anunciarse como sus salvadores.

Alfonso López Pumarejo, que era un buen conocedor de nuestra mentalidad, decía que ganar la presidencia en Colombia semejaba un juego de vara de premio: la gente aplaude y vitorea al que la corona, pero luego se sienta a ver cómo hace para tenerse allá arriba.

Se ha cumplido un mes del ascenso de Duque a la magistratura suprema, y ya son muchos los que, en lugar de ofrecerle su concurso para que salga avante en sus propósitos, están a la expectativa de sus frustraciones,ignorando que la suerte de la patria está inexorablemente ligada al buen suceso de este gobierno.

En la admirable charla que nos brindó el lunes pasado Rafael Nieto Loaiza en la Tertulia Conservadora de Antioquia, fue enfático en afirmar que necesitamos que el presidente Duque haga  una excelente gestión, pues, de lo contrario, podríamos caer en el cenagal de una izquierda populista que terminaría sumiéndonos en situaciones tan indeseables como las que han soportado otros países de la región sobre los que el Foro de San Pablo ha ejercido su funesta influencia.

Hay que darle un voto de confianza a Duque, pero es necesario que él escuche el justo clamor de sectores que se sienten desatendidos por sus primeras decisiones de gobierno. Hay rumbos que sería conveniente enderezar desde ya en aras de la gobernabilidad que tan esquiva se le presenta.

La historia muestra ejemplos de gobernantes que comenzaron en medio de las circunstancia más adversas, tales como Luis XIV en Francia y Pedro el Grande en Rusia, que tuvieron que enfrentar la rebelión de los señores y terminaron doblegándolos. Pero les tocó vivir en otras épocas. La actual, en cambio, les ofrece a los primeros mandatarios, como dijo Gabriel Turbay en memorable ocasión, apenas una "alambrada de garantías hostiles".

Sin congreso ni altas cortes a favor, poco dispuestos a la colaboración armónica que ordena la Constitución; ni prensa amigable; ni altos niveles de apoyo en la opinión pública; ni recursos financieros  para atender necesidades apremiantes; ni fuerza pública confiable, etc., bien parece que Duque, como el personaje de ese tangazo de Lito Bayardo que titula "Cuatro Lágrimas", podría recitar:

"Cuando tuve que enfrentarme mano a mano con la vida
Cuando me encontré en la senda de mi incierto porvenir,
Comprendí que estaba solo para iniciar la partida
Sin más chance que mis ansias de triunfar o sucumbir.
Y después, cuando mis padres me besaron en la frente
Y lloraron por el hijo a quien nunca vieron más,
Me alejé por esos mundos a luchar serenamente
Y aguantando mil reveses, al final pude llegar..."
(Vid. https://www.youtube.com/watch?v=Jpk-_G02kgE)

Eso le toca hoy a Duque: luchar serenamente, aguantar mil reveses, cultivar sus ansias de triunfar. 

Bajo la guía de Dios y protegido por su gracia, ello será posible.



sábado, 1 de septiembre de 2018

Hipócrita, sencillamente hipócrita

En una lúcida intervención ante la Tertulia Conservadora de Antioquia el pasado lunes, la senadora Paloma Valencia mencionó al eminente filósofo Karl Popper para recordar que es necesario distinguir entre la moralización de la política y la politización de la moral.

El tema de las relaciones entre moral y política está en el centro de la tradición aristotélico-tomista. Para el Estagirita, la política solo podía entenderse racionalmente a partir de un concepto moral, el de bien común, que el pensamiento cristiano y específicamente católico se ha esmerado a lo largo de los siglos en preservar y profundizar.

Pero al mismo tiempo, también a lo largo de los siglos, se ha desarrollado una fuerte tradición que trata de disociar estas dos esferas, afirmando bien sea que la política es cosa ajena a la moral, ya que los cánones que la rigen no son los mismos que pesan sobre el hombre corriente. Es una tradición naturalista, materialista, escéptica o como se la quiera clasificar, en cuya línea suele ubicarse a Maquiavelo, junto con muchos otros más, y que a no dudarlo parte de los sofistas.

En algún texto de Raymond Aron leí hace tiempos que el origen de esa gran filosofía que fundaron Sócrates. Platón y Aristóteles se sitúa precisamente en esa gran cuestión: ¿qué es lo que hace racional a la política?

Acá la pregunta por la racionalidad va más allá de la mera explicación del hecho mismo de la política, pues quiere explorar algo más profundo: su justificación. A lo primero se limitan quienes se detienen simplemente en el hecho del poder. Con lo segundo toca la célebre pregunta que hizo el Maestro Echandía a raíz de los sucesos del 9 de abril:"Y el poder, ¿para qué?".

Pues bien, si el leitmotiv de la lucha por el poder y su ejercicio reside en la promoción del bien común, todo aquello que lo desvíe de su objetivo moral no será otra cosa que distorsión, desviación, desorden o lo que los grandes pensadores que dieron origen a la filosofía política consideraron como formas corruptas o degeneradas de la organización colectiva.

No cabe duda de que la corrupción está presente en todas las esferas de la sociedad colombiana. Tal vez no exageren los que la comparan con un cáncer o algotra forma de enfermedad catastrófica. Al fin y al cabo, lo que acabamos de vivir bajo el funesto gobierno de Juan Manuel Santos evidencia la enorme gravedad de ese flagelo. Y es explicable que en el espíritu público obre la idea de ponerle coto e inclusive de erradicarla, o como dijo Julio César Turbay en frase que muchos consideraron desafortunada, "reducirla a sus justas proporciones".

Se cuenta que alguna vez el general De Gaulle oyó que un funcionario que se devanaba los sesos frente un abultado legajo de papeles exclamó con ofuscación:"Ay, quién pudiera acabar con tanta estupidez". De Gaulle le respondió:"¡Oh, señor mío, qué vasto programa!".

Más vasto es el que le están proponiendo y hasta exigiendo ahora al presidente Duque, y quizás tan complejo como el del niño aquel que San Agustín vio que trataba de meter toda el agua del mar en un hoyito que cavaba en la arena.

Acá hay que evocar a Horacio:"¿De qué sirven las vanas leyes cuando las costumbres fallan?". 

Es lo que sucede en Colombia: una crisis de conciencia, de costumbres, de hábitos colectivos, que va desde la corruptela cotidiana y de apariencia inocua, hasta la gran defraudación y la mentira entronizadas en las más altas instancias del poder. Hay corrupción enquistada en la política, la administración, los negocios privados, las formas de vida de la gente.

Me llama la atención que no pocos de los que ahora se presentan como ardientes cruzados de la batalla contra la corrupción sean políticos y periodistas que no gozan propiamente de buena fama, pero aprovechan la indignación colectiva para politizar la moral, haciendo de esta un instrumento para seducir a la ciudadanía en pro de unas a veces non sanctas aspiraciones políticas.

Ellos traen a mi memoria una escena que presencié de niño en uno de esos matinales del teatro Buenos Aires a los que por ese entonces me llevaban. Ahí presentaron el corto de una película mexicana en que Antonio Badú cantaba con ferocidad que todavía me hace temblar:"¡Hipócrita, sencillamente hipócrita...!" (Vid. https://www.youtube.com/watch?v=UhJUvbL9J9o).

Algunos de esos adalidades lo son igualmente de la disolución de las buenas costumbres privadas que traen consigo, so pretexto de la emancipación de la mujer, la libertad y la igualdad de las orientaciones sexuales, la tolerancia, la sociedad "inclusiva", etc., los proyectos abortistas, los que desnaturalizan la familia mediante la asimilación a esta de las uniones homosexuales y la adopción de niños por parejas de tal índole, los que promueven la agenda del colectivo LGTB en las instituciones educativas y pretenden en últimas una transformación radical de la sociedad dizque para edificar un nuevo ser humano liberado no solo de las ataduras de la naturaleza, sino de la Lex Eterna.

Por ejemplo, ¿cómo hace Gustavo Petro para liderar una lista dizque de "decentes", cuando como alcalde petrocinó sin escrúpulos la causa corruptora del Colectivo LGTB? (Vid. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-12162143; https://www.youtube.com/watch?v=cFUW_gdLxhs)

Como sobre todo esto hay muchísima tela para cortar, me limito a recomendarles a quienes suelen opinar sobre estos asuntos con el aplomo que da la ignorancia, que se tomen el trabajo de mirar siquiera sea a vuelo de pájaro escritos como "El Rito de la Sodomía", de Randy Engel, que no solo se ocupa de la profunda crisis moral que aflige a la Iglesia, sino de los objetivos finales del Colectivo Homosexual en torno de lo que bien cabe denominar la homosexualización de la sociedad, es decir, la imposición de ese estilo de vida en todos los entornos vitales (http://www.castleofgrace.com/Rosemary/017RiteofSodomy.html; https://ia801602.us.archive.org/0/items/rite-of-sodomy-vol-i/rite-of-sodomy-vol-i.pdf); o "The Politics of Deviance", de Anne Hendershott, que muestra cómo el relativismo moral ha desvanecido los límites entre lo normal y lo anormal en los comportamientos humanos(Vid. https://www.amazon.com/Politics-Deviance-Anne-Hendershott/dp/1594030499); o el de E. Michael Jones, "Libido Dominandi: Sexual Liberation & Social Control", que evidencia que la Revolución Sexual del último medio siglo es un instrumento urdido para controlar al ser humano a través del estímulo de sus pasiones, especialmente las lujuriosas  (https://ia801905.us.archive.org/7/items/LibidoDominandiSexualLiberationPoliticalControlE.MichaelJones2000/Libido%20Dominandi%20-%20Sexual%20Liberation%20%26%20Political%20Control%20-%20E.%20Michael%20Jones%20%282000%29.pdf)).

Esto es algo que trata a fondo Gabriele E. Kuby en "The Global Sexual Revolution", que muestra cómo se está produciendo la destrucción de la libertad en nombre de ella misma y se está descomponiendo la sociedad occidental a partir del desenfreno (Vid. extracto en https://www.editorialdidaskalos.org/media/didaskalos/files/sample-70740.pdf; http://www.parroquiasantamonica.com/vidacristiana/wa_files/IdeologiaGeneroRelativismoEnAccionGabrieleKuby2014.pdf; https://www.actuall.com/entrevista/familia/gabriele-kuby-el-movimiento-lgtbiq-es-un-signo-de-una-sociedad-en-descomposicion/; https://www.amazon.com/Books-Gabriele-Kuby/s?ie=UTF8&page=1&rh=n%3A283155%2Cp_27%3AGabriele%20Kuby).

Todo esto se encuentra resumido en The New Order of Barbarians, transcripción de unas conferencias de hace cerca de medio siglo en las que se anunciaba a médicos en formación el proyecto de cambiar el orden social de los países con miras a ejercer un estricto control sobre la población humana  (https://100777.com/nwo/barbarians; https://www.amazon.es/New-Order-Barbarians-World-System/dp/1484809971; https://docs.google.com/document/d/1vAhIxrt-QCa37Jv-KxGuCCjV9tQIIaL_u1mNWERZtl4/edit)

La redefinición de la familia que tan irresponsable y arbitrariamente impuso nuestra Corte Constitucional se inscribe dentro de una línea trazada de antemano: la destrucción de los cimientos de nuestra civilización, tema sobre el cual no sobra acercarse a una obra de ineludible referencia: "Family and Civilization", de Carle C. Zimmerman (https://www.amazon.com/Family-Civilization-Carle-C-Zimmerman/dp/1933859377)

Vuelvo sobre la pregunta de Horacio: ¿de qué sirven los proyectos normativos que hay sobre el tapete, si la consigna colectiva hoy imperante es el estímulo de la disolución de las costumbres y el desenfreno sexual en nombre de la libertad y la igualdad?