martes, 23 de noviembre de 2021

Bienvenido, Óscar Iván Zuluaga

El Centro Democrático anunció ayer que su candidato presidencial es Óscar Iván Zuluaga, que ganó la nominación en franca lid con una lujosa nómina de contendores. Siendo todos ellos muy respetables, el triunfo de Zuluaga goza de explicaciones razonables, pues ya fue candidato presidencial en las elecciones de 2014 que le birlaron en una de las maniobras más oscuras de nuestra historia política, orquestada por Juan Manuel Santos y Eduardo Montealegre, su fiscal del bolsillo.

La hoja de vida de Zuluaga es encomiable. Su desempeño tanto en el sector público como en el privado lo acredita de sobra para ejercer la Primera Magistratura de la Nación. No es hombre pugnaz y sus declaraciones lo muestran como persona de muy buen juicio que pondera con serenidad las situaciones y ofrece soluciones razonables para afrontarlas. 

Las circunstancias actuales ofrecen muchas diferencias respecto de las que rodearon su primera candidatura hace 7 años. En ese momento el debate se centraba en el diálogo que se estaba adelantando en La Habana con las Farc. Mal de nuestro grado, ese diálogo cuajó en un acuerdo que ya es un hecho cumplido, así sea a costa del Estado de Derecho, que quedó severamente desvertebrado por las trapisondas que para imponerlo se le ocurrieron a Santos. Frenarlo o darle reversa es ya prácticamente imposible imposible. Quizás podrían introducírsele correctivos, siempre que en el próximo congreso hubiere mayorías dispuestas para ello.

Ese acuerdo con las Farc no trajo consigo la paz que se buscaba. La violencia de distintos pelambres está enseñoreada en vastos escenarios del territorio nacional, principalmente por obra de la funesta herencia de más de 200.000 hectáreas de cultivos de coca que nos dejaron Santos y su ministro Alejandro Gaviria. No sabe uno con qué cara se atreve este último a aspirar a gobernarnos, después de tan proditorio legado.

El próximo presidente tendrá que lidiar con estos problemas y otros de no menor gravedad.

Pero la circunstancia que representa mayor peligro para la sociedad colombiana es la candidatura de Gustavo Petro, que al tenor de las encuestas goza de un inquietante favor en distintos sectores de nuestra sociedad. Cuán fuerte sea ese apoyo es algo que se verá en las elecciones de congresistas que tendrán lugar en marzo próximo. Lo cierto es que se trata de una aspiración que hace mucha bulla, de parte de quién a todas luces es una mala persona y no guarda recato alguno para hacer pésimas propuestas.

Así se esmere en ocultar su verdadera identidad y sus más acendradas convicciones, es un hecho notorio que Petro en  el fondo es un comunista que sigue las consignas que le dictan en La Habana. 

Por consiguiente, Colombia corre el riesgo de que el comunismo llegue al poder por medio del voto popular.

Este peligro exige gran habilidad política para integrar una coalición capaz de enfrentarlo eficazmente en las urnas. Zuluaga así lo ha entendido muy bien y afortunadamente posee las condiciones que se requieren para aunar voluntades que coincidan en el propósito de salvar la democracia liberal entre nosotros. Hay que llegar a las elecciones presidenciales con un liderazgo fuerte y excelentes propuestas que convenzan al  electorado acerca del camino que deberemos seguir para no hundirnos en cenagales como el de Venezuela o el Perú. 

Para que estos propósitos sean viables es necesario doblar muchas páginas y hasta tragarse bastantes sapos. En síntesis, la polarización entre uribistas y santistas debe superarse. Las estigmatizaciones recíprocas deben dejarse de lado, pues los más altos intereses de la patria así lo exigen.




martes, 2 de noviembre de 2021

Alerta: Vienen tras nuestros niños.

La publicación del último escrito de Ricardo Puentes Melo en "La Linterna Azul" es estremecedora (vid. Homosexualismo, una agenda globalista. Su mafia en Colombia – La Linterna Azul  ). Lo que afirma Puentes ahí coincide en buena medida con lo que en este blog he denunciado en otras oportunidades acerca de la agenda de homosexualización de la sociedad. Vid. Pianoforte: La Homosexualización de la Sociedad (jesusvallejo.blogspot.com).

Lo que ha empezado como algo apenas razonable, tendiente a garantizar los derechos de minorías discriminadas sin motivo legítimo, ha dado lugar a lo que no pocos consideran como un totalitarismo LGTBIQ+ que pretende imponer su estilo de vida en todos los ámbitos de la sociedad.

Tras esta tendencia se mueve el ímpetu antinatalista que aspira no sólo a limitar, sino a reducir, incluso sustancialmente, la población humana, a la que se acusa de la crisis ecológica que se pone de manifiesto en el cambio climático. Como lo proponen los promotores del Nuevo Orden Mundial, hay que desligar la sexualidad de la procreación, y uno de los modos más efectivos de lograrlo es la imposición de la homosexualidad.

Hay algo de más hondo aliento en estas tendencias, consistente en la destrucción de la familia tradicional y le erradicación de las creencias cristianas.

Como esta revolución cultural no es de buen recibo en las generaciones adultas, se busca imponerla a los niños a través de la educación. 

Es un proceso que viene en marcha desde hace varios años en distintos países, incluso el nuestro. Ya en los Estados Unidos se dice que la educación pública es el mejor vehículo de perversión de las nuevas generaciones. Y lo mismo se advierte en las políticas educativas en el Reino Unido, Alemania, Francia, España, Holanda, Bélgica y otros integrantes de la Comunidad Europea, contra los que se alzan voces aisladas, como las de Polonia y Hungría.

Por supuesto que educar a los niños en el respeto a la diversidad es digno de encomio. Pero los promotores de estas políticas educativas no se quedan ahí. Su propósito es la destrucción de su identidad sexual; la iniciación temprana en lo que consideran que es un derecho de la infancia, el goce carnal; la enseñanza de las distintas técnicas de satisfacción  incluidas las homosexuales; la presión para que los niños actúen como niñas y éstas como aquéllos, incluyendo su transformación sexual; etc.

Todo esto viene acompañado de medidas contra los padres que se opongan a este modelo de educación sexual. Por ejemplo, según leí en la prensa hace algún tiempo, en Alemania se los priva de la potestad sobre sus hijos e incluso se los somete a penas privativas de la libertad. En Inglaterra se ha sancionado disciplinariamente a educadores que se niegan, por ejemplo, a leerles a los chicos "Las Aventuras de los Pingüinos Gays". En la España de Zapatero se los obligaba a leer "Alí Baba y sus Cuarenta Maricones". En Suecia y en Escocia se procesó a predicadores que recordaban la severa censura de San Pablo a los afeminados o la prohibición veterotestamentaria sobre la sodomía. Hace poco en Finlandia se abrió un proceso contra una dama que mencionó en las redes sociales estas recriminaciones. Hay ahora un debate acerca del Supermán gay que está difundiendo Disney.

Como lo han puesto de presente muchos comentaristas, todo esto apunta hacia la imposición coactiva del modo de vida homosexual. Ya no se trata de proteger a los homosexuales. A los que ahora es menester que se proteja son los heterosexuales.

¿Qué será de nuestros niños frente a esta andanada de perversión que se mueve so pretexto de la igualdad y los proyectos de una sociedad inclusiva?

Contemplo a mis nietos Joaquín y Amalia, que acaban de cumplir tres años y son respectivamente hombre y mujer desde el momento mismo de su concepción, y no por presión cultural como piensan los seguidores de Simone de Beauvoir, y me estremezco pensando en la perversidad que pulula hoy en día, impuesta por el pensamiento dizque de lo políticamente correcto. Le ruego a Dios que los proteja de tanta maldad.

domingo, 24 de octubre de 2021

Asuntos litigiosos

Tales son, a no dudarlo, los concernientes al aborto y la eutanasia, que suscitan lo que los filósofos denominan situaciones-límite, más bien refractarias al frío escrutinio racional y fuertemente impregnadas de coloraciones emocionales.

Al examinarlos se abren dilemas difícilmente conciliables entre el interés individual y el colectivo, entre las consecuencias a corto, mediano o largo plazos, y entre la ley positiva y la Lex Aeterna o la Naturalis.

Los promotores de ambas soluciones se anclan en la exaltación del interés individual, a menudo crudamente egoísta. Se trata, por una parte, del deseo de la mujer de finiquitar  una maternidad no deseada por diferentes motivos, unos muy penosos y otros, en cambio, frívolos a más no poder. Por la otra, se invoca la necesidad de poner término a vidas que por distintas consideraciones se piensa que ya carecen de sentido y no merecen conservarse. En todos estos casos milita un comodín: la dignidad.

Se alega, en efecto, que es indigno imponerle a la mujer embarazada el peso de una maternidad que rehúye o al que encuentra insoportable la carga de la vida exigirle una supervivencia que ya no le ofrece halagos, sino insoportable pesadumbre.

Como estas soluciones no siempre están al alcance de la mano de los dolientes, su efectividad muchas veces entraña la colaboración de terceros que llevan a cabo la eliminación de la criatura que se gesta en el vientre de la mujer o la del quejoso que aspira al ilusorio alivio de la muerte.

La legislación penal ha tratado de distintas maneras estas situaciones. La severidad con que se castigan los actos lesivos de la vida muchas veces se mitiga con medidas benignas que consideran el estado de necesidad o el llamado homicidio piadoso. Pero el espíritu de los tiempos que corren pretende ir más allá, de suerte que tanto el aborto como la eutanasia, sobre todo cuando esta última configura el suicidio asistido, se garanticen a título de derechos fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana. 

A no dudarlo, se trata de supuestos derechos que configuran excepciones a la inviolabilidad de la vida humana que consagra, por ejemplo, nuestra Constitución Política. Esas excepciones cobran fuerza a partir de sentimientos de conmiseración frente al sufrimiento ajeno, pero también de exaltación del deseo individual como suprema ley del  comportamiento humano. 

Habida consideración de que con ellos se pone en cuestión la sacralidad de la vida, la regulación jurídica de estas hipótesis suele imponerles ab initio ciertos límites que a primera vista parecen admisibles. Pero la práctica ha demostrado que dichos límites son apenas el primer paso para lo que termina siendo un plano inclinado a través del cual se desciende hasta que lo excepcional termina por lo menos igualando el contenido de la regla que se pretende paliar.

En el caso del aborto, por ejemplo, nuestra Corte Constitucional comenzó por despenalizarlo en caso de que medien tres circunstancias que rápidamente dejaron de interpretarse de modo restrictivo y se vienen reconociendo con dolosa laxitud. De ahí  parece que estemos a punto de que la misma corporación dictatorial resuelva que puede haber lugar a practicarlo sin que obre restricción alguna, mediando apenas el deseo de la mujer para que se lo lleve a cabo. La presión para que se lo reconozca como derecho fundamental viene reforzada por el ímpetu antinatalista que mueve a quienes consideran que la población humana es la causante de la crisis ecológica. De ese modo, el derecho fundamental a abortar se convierte en un subterfugio que en el fondo justifica propósitos que no tienen que ver con las situaciones individuales que se pretende solucionar.

La eutanasia ofrece la modalidad del suicidio asistido para quienes encuentran insoportable la vida, pero por distintas circunstancias no pueden quitársela ellos mismos. También puede resultar del deseo de quienes tengan a su cargo personas que ya han perdido quizá de modo irremisible la conciencia y se encuentran en estado vegetativo. Igual que sucede con el aborto, acá la legislación comienza regulando con aparente rigor estos casos, pero a poco andar ella misma o su interpretación jurisprudencial terminan ampliando las hipótesis para contemplar situaciones que no encajen adecuadamente con aquéllos. Así se ha visto en la reciente evolución de nuestra jurisprudencia constitucional.

En Bélgica y Holanda, que son países pioneros en la materia, se han observado tendencias muy inquietantes. Por una parte, ya no se habla de la eutanasia para adultos agobiados por enfermedades terminales insoportables, sino para los que sufren depresión y otras anomalías mentales, e incluso para niños y adolescentes que no pueden decidir por sí mismos. La pandemia que todavía está en curso ha dado lugar a que el personal de la salud elija por sí y ante sí a quienes tratar y a quienes dejar morir dándoles apenas cuidados meramente paliativos. Se observa el temor de no pocos ancianos a ser hospitalizados, pues piensan que no se los va a sanar, sino a matar. Al fin y al cabo, las ideas de personajes como Alejandro Gaviria van abriéndose paso para considerar que transcurrida cierta edad el individuo se convierte en una pesada carga para la sociedad y la racionalidad económica impone su eliminación.

Hoy es un lugar común la tesis de que las creencias religiosas son impertinentes para decidir sobre el régimen jurídico del aborto y la eutanasia. En cambio, se concede pleno vigor a las ideologías, como si éstas tuviesen mejor fundamento racional que aquéllas. Se desconoce, además, que las ideas de dignidad de la persona humana y de inviolabilidad de la vida son de nítida raigambre religiosa y remiten a la Ley de Dios. No sobra traer a colación acá lo que dijo el célebre Lord Acton acerca de que la creencia en Dios ofrece una barrera metafísica para limitar los exabruptos de la ley positiva. Si se niega la Ley de Dios, los dueños del poder están legitimados para imponer lo que les parezca.

jueves, 7 de octubre de 2021

La Hora del Dr. Mata

Hace unos setenta años o algo más nuestra opinión pública estaba estremecida con las noticias que prensa y radio divulgaban acerca de Nepomuceno Matallana, un abogado o quizás apenas rábula que liquidaba a sus clientes. Lo llamaban el Dr. Mata y la sola mención de su nombre producía pavor entre la gente. Hacía parte de la temible galería de delincuentes que aterrorizaban al país por ese entonces. 

Yo era un niño y guardo todavía el recuerdo de ese personaje espantoso. Lejos estaba de pensar que la especialidad del Dr. Mata invadiría el campo de la medicina, cuya misión es sanar enfermos y, en casos desahuciados, paliar sus sufrimientos para ayudarles a bien morir, mas no para despacharlos voluntariamente hacia el más allá, pues el Juramento Hipocrático, tanto en sus versiones antiguas como en las modernas, le ordena velar con el máximo respeto por la vida humana (vid. https://es.wikipedia.org/wiki/Juramento_hipocr%C3%A1tico).

La medicina, en efecto, está al servicio de la vida, pero una cultura cada vez más invasiva, que el pensamiento católico justificadamente ha calificado como de la muerte, ha dado lugar a nuevas y atroces especialidades, la de los médicos abortistas, que antes eran severamente censurados, y la de los administradores de la eutanasia, a quienes hoy se presenta como bienhechores y garantes de la dignidad humana.

Leo, por ejemplo, en El Colombiano de ayer (página 26) que una paciente de ELA, una terrible dolencia, ha fijado para las 7:00 A.M. del próximo 10 de octubre su cita con la muerte que le será administrada por un galeno que no se identifica en la nota periodística. Pero no será, como ésta dice, la primera paciente en Colombia, con diagnóstico no terminal, que accederá a la eutanasia o muerte asistida, pues conozco algunos casos de personas que ya han obtenido tan macabro beneficio. 

No más en esta semana mi empleada doméstica me contó que había seguido por noticieros de televisión todo el proceso de otra enferma desahuciada que optó por la eutanasia, evento que se transmitió morbosamente con lujo de detalles hasta el último minuto de su existencia. La paciente murió rodeada de sus hijos que la contemplaban y lloraban a su alrededor mientras la droga letal producía su efecto.

El ateísmo, tanto teórico como práctico, que predomina en la cultura actual ha privado a la muerte de su misterio. Nada hay más allá y si algo sucede tras la muerte, es un evento que carece de importancia. Pascal, sin embargo, pensaba todo lo contrario. Podría ser que la primera alternativa fuese cierta. Pero, de no serlo, la muerte daría comienzo  a otra vida, la eterna, que como lo dejó consignado el célebre astrónomo francés del siglo XIX Camilo Flammarion, plantea el más grande de los problemas que acucian al ser humano (vid. Flammarion, "La muerte y su misterio", Aguilar, México, 1948).

Es bien conocido el planteamiento de Max Weber sobre el desencantamiento o la desacralización del mundo que caracterizan al racionalismo que impera en la Modernidad. ¡Nada hay sagrado más allá del deseo del ser humano! Como lo he observado en otra oportunidad, las ideas acerca de una Ley de Dios o apenas de una una Lex Naturalis se consideran lesivas de la autonomía de la conciencia, que tiene como uno de sus atributos más significativos el de darse su propia normatividad. A ello apunta el programa emancipatorio que hoy se considera como el leitmotiv de la causa progresista. ¡El progreso consiste en liberar al hombre de todas sus ataduras, vengan de donde provinieren, sea de Dios, de la naturaleza, de la historia y hasta de su entorno social!

Ese proceso de racionalización ofrece perspectivas bien inquietantes. El propio Weber plantea una distinción radical entre la racionalidad de los medios, que se establece a través de la atenta consideración de hechos (lo fáctico, de que hablan los filósofos), y la de los fines, que obedece a consideraciones de valor o axiológicas (lo normativo), abiertas a discusiones interminables.

El pensamiento actual, que sufre el influjo avasallador de la mentalidad anglosajona, se inclina por el utilitarismo como guía suprema para orientarse en el mundo de los valores. Según sus planteamientos, el valor de la vida reside en su utilidad. Por consiguiente, hay  unas vidas útiles y otras inútiles. Las primeras merecen conservarse, no así las segundas.

De ahí se siguen corolarios muchas veces inesperados y hasta chocantes. Por ejemplo, las vidas no deseadas de seres humanos en proceso de gestación merecen abortarse. Pero hay quienes a pesar de todo nacen y no deberían sobrevivir. Peter Singer, famoso profesor de Ética en Princeton, sostiene que para esos casos se legitima el infanticidio. Y es lo que se está practicando hoy en Bélgica, según este tenebroso artículo: https://www.bioedge.org/bioethics/illegal-euthanasia-of-infants-continues-in-belgium/13919?mc_cid=7debf8f2b8&mc_eid=ec9fea9ea0.

Alejandro Gaviria, siguiendo la tónica de economistas ateos como él, ha dicho que las personas de edad avanzada constituyen una carga insoportable para la sociedad y, por consiguiente, se las debe privar del auxilio jubilatorio y los demás que ofrece hoy la seguridad social. Hay que dejarlas subsistir según sus propios medios y lo más deseable para ellas sería poner fin a sus míseras existencias.

¿Hay que festejar la muerte? Es lo que recomiendan hoy los promotores de la eutanasia. Tal es el tema de una película muy impactante, "Cuando el destino nos alcance", en la que, llegado el momento de despedirse de la vida, se penetra por un túnel mientras suena la Sinfonía Pastoral de Beethoven para darle el último adiós plácidamente. Los restos de la cremación sirven de materia prima para unas pastillitas verdes que alimentan a los sobrevivientes, algo así como el maná bíblico (vid. https://es.wikipedia.org/wiki/Cuando_el_destino_nos_alcance).

Ojalá no me toque ese día en que la realidad superará a la ficción

lunes, 27 de septiembre de 2021

Libertad Religiosa


Los creyentes de verdad sabemos que la fe cristiana es un don de Dios, un verdadero regalo de salvación que nos llega por obra de la gracia y llama a nuestra libertad. Podemos asentir a ese llamado o prestarle oídos sordos. Nada ni nadie puede forzarnos a creer, salvo la voz de la conciencia estimulada desde lo Alto.

Sabemos, igualmente, que las creencias que involucra la fe son difíciles desde el punto de vista meramente racional y están rodeadas, como lo ha señalado Jean Guitton, por un espeso velo de misterio. Él mismo lo ha afirmado en su testamento filosófico: para ser católicos hay que practicar la obediencia, doblegar nuestro orgullo, dejarnos guiar por los maestros. Marshall Mc Luhan, un famoso converso, lo señaló de modo rotundo: a la Iglesia se entra de rodillas.

Lo anterior significa que los creyentes debemos movernos en medio de un mundo que no lo es y a menudo nos resulta hostil. Tenemos que aprender a convivir con quienes no comparten nuestra fe y esa convivencia implica el respeto por las creencias ajenas o la incredulidad de los demás. Nuestra fe no garantiza la calidad de nuestros comportamientos, pues como lo reconoció Evelyn Waugh, el célebre novelista británico, "Soy católico para no ser peor". La falta de fe religiosa, por su parte, no implica que el que adolece de ella sea necesariamente una mala persona. Muchos incrédulos dan ejemplo de virtudes sobresalientes y es probable que a la hora del juicio post-mórtem la misericordia de Dios les abra las puertas del Cielo.

La fe o la falta de ella resulta ser algo muy íntimo, pero es natural que la una y la otra se proyecten en nuestras opiniones, nuestras valoraciones y, en últimas, en nuestras acciones. Ambas penetran nuestra conciencia moral y condicionan nuestro juicio sobre lo que está bien o está mal, no sólo en nuestras vidas individuales sino en el ámbito colectivo.

A lo largo de la historia los ordenamientos sociales han sufrido el influjo de las creencias religiosas, pero a partir de la Ilustración se ha venido imponiendo la idea de que las mismas corresponden exclusivamente al fuero íntimo de cada individuo y ninguno está legitimado para imponerles a otros las concepciones morales derivadas de sus creencias. Este proceso ha conllevado la separación de la fe religiosa de la moral social y luego la de una y otra respecto del ordenamiento jurídico.

Se olvida que tanto la moral social como el derecho involucran consideraciones axiológicas sobre lo que conviene o perjudica la convivencia y el orden comunitario. Esas consideraciones suelen llevar expresa o tácitamente la impronta de creencias religiosas fuertemente ancladas en las tradiciones de los pueblos. En su más alto nivel de abstracción, tocan con lo que en las comunidades se considera sagrado. Y éste es un concepto que difícilmente puede encasillarse dentro del discurso racional.

Nuestra civilización, que surgió del triunfo del Cristianismo en el Imperio Romano, se fue ordenando a lo largo de siglos alrededor de la creencia judeo-cristiana en la Ley de Dios, reforzada por la creencia sobre todo estoica en la Lex Naturalis. En el siglo XVIII Kant pretendió sustituir esas ideas por la de un fundamento meramente racional del orden moral expuesto en sus célebres imperativos categóricos. Pero éstos, a la hora de la verdad, abren discusiones interminables que debilitan su fuerza argumental. Quizás no sea excesivo el comentario de Hegel, según el cual el sanguinario Robespierre era Kant en acción, o el de Nietzsche, que acusaba a Kant de ser un cristiano alevoso por cuanto intentaba disfrazar los contenidos de la moralidad cristiana bajo un ropaje supuestamente racional.

Los filósofos distinguen en las valoraciones morales la ética formal y la ética material. La primera versa sobre reglas abstractas, como la que postula Kant acerca del deber de tratar al hombre como fin en sí mismo y no como medio, en tanto que la segunda se ocupa de los contenidos mismos de los deberes y las conductas. Para el caso, la ética material trata de establecer en concreto qué significa la dignidad de la persona humana y cuáles comportamientos la favorecen o la menoscaban.

Difícilmente se encuentra hoy una expresión más trajinada que la de dignidad de la persona humana. No entraré en las discusiones que suscita. Me limitaré a observar que su fundamento es nítidamente religioso y, en particular, cristiano. Su genealogía hay que buscarla en los Evangelios y en textos muy significativos de San Pablo, que la asocian con el carácter espiritual del ser humano y su destino eterno.

Pero el pensamiento actual la ha despojado de sus raíces religiosas, asignándole una identidad autárquica de la que originalmente carecía. Sus bases judeo-cristianas la hacían depender del hecho de que Dios le confirió al ser humano el señorío sobre la naturaleza, pues lo creó a su imagen y semejanza. El pensamiento moderno niega o es indiferente a Dios, pero tiende a desplazar sus atributos hacia el ser humano. Para decirlo en síntesis, su dogma parece resumirse en estos términos: "Homo homini Deus" ("El hombre es un dios para el hombre").

En el fondo, hay dos visiones radicalmente opuestas acerca de lo sagrado. Una, lo asocia con Dios. La otra, lo asocia con el ser humano. La primera sujeta al hombre a la Ley Divina, aunque sin negar su libertad de seguirla o desconocerla, de todo lo cual se siguen consecuencias para su vida espiritual. La segunda, en cambio, exalta la libertad humana proclamando su autonomía, es decir, su capacidad de fijarse sus propias reglas y definir sus contornos éticos. La más acabada expresión de esta tendencia se encuentra en el pensamiento de Sartre, que proclama que la idea de Dios es radicalmente incompatible con la libertad humana, que para él ostenta el máximo valor.

Estas dos visiones enfrentadas la una la otra entrañan ante todo un conflicto de índole religiosa y, por ende, ética.

Así se observa en los ásperos debates que rodean temas como el aborto, la eutanasia, la configuración de la familia, la homosexualidad, las adopciones, la educación moral y otros análogos. La religión que podemos llamar humanista pretende imponer sus puntos de vista a toda costa, transmutando sus concepciones morales en preceptos jurídicos con cuya imposición coercitiva buscan acallar e incluso doblegar a quienes profesamos creencias cristianas.

Estos debates, en sana lógica democrática, deberían someterse al escrutinio de las mayorías, pero como éstas a pesar de todo siguen siendo más o menos fieles a las creencias cristianas, se alega que deben resolverse por autoridades judiciales "contramayoritarias", comprometidas con los intereses de las minorías. Sucede entonces que si, por ejemplo, los congresos elegidos popularmente se abstienen de contrariar las creencias de sus electores, los jueces pueden enmendarles las planas imponiendo las suyas a guisa de "principios y valores" constitucionales.

Esas imposiciones vulneran casi siempre la libertad de conciencia de los creyentes en las religiones tradicionales, llegando muchas veces al extremo de lo que Janet Folger ha tratado como la criminalización del Cristianismo en un importante libro que he citado en otras ocasiones en este blog. Así, un episodio reciente ocurrido en Finlandia involucra a una dama que está siendo procesada por haber citado en las redes sociales el texto del Génesis que habla de que Dios nos creó  hombre y mujer. Se considera que reproducir el texto bíblico es ofensivo para los transexuales y que considerar que nuestra identidad es ora masculina, bien femenina, trasgrede el pensamiento políticamente correcto hoy en día acerca de que el género es más o menos arbitrario y no coincide con la configuración con que nos ha dotado la naturaleza.

De hecho, la religión humanista es un neopaganismo que pretende erradicar las creencias cristianas que, como he señalado atrás, dieron origen a nuestra civilización. Lo que está en marcha es otra idea de la civilización que los que creemos que entraña más bien un retroceso estamos abocados a sufrir exclusión e incluso persecución de parte de sus promotores.





sábado, 18 de septiembre de 2021

Bajo el Sol de Satán

 A Georges Bernanos lo obsesionaba el problema del mal. Dedicó varias novelas a examinarlo. Una de ellas lleva el título del que me valgo para encabezar este escrito. Puede descargarse en el siguiente enlace la excelente película que sobre el libro protagonizó Gérard Depardieu en 1987 (vid.  https://www.filmin.es/pelicula/bajo-el-sol-de-satan).

Hay muchas hipótesis sobre la naturaleza y el origen del mal. Se habla de traumatismos inscritos en el inconsciente (Freud, etc.), de desajustes en la estructura cerebral (Koestler), de ignorancia (Sócrates), de estructuras sociales arcaicas y no suficientemente superadas por la evolución de las sociedades (Marx y los suyos). Pero, como creyente que soy, sigo lo que al respecto enseña el Evangelio.

Se lee en el Evangelio de San Marcos:

«Oiganme todos y entiendan. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.»(Mc. 7, 15, 21-23).

Pero su origen último está en otra parte. En Lc. 22:3 y Jn. 13:27, el relato de la Última Cena alude a la traición de Judas y dice que Satanás entró en su interior induciéndolo a entregar al Señor.

El Evangelio es rotundo en esto. El mal moral procede en últimas de influencias diabólicas de distinto género que actúan en nuestro interior. Satanás y su cortejo de demonios no son entidades míticas ni símbolos de que nos valemos para identificar la maldad. Son reales y de ello dan testimonio elocuente los exorcistas, tales como el padre Amorth, fallecido hace algún tiempo, quizás el más famoso de todos ellos (vid. https://www.velasquez.com.co/LuisF/EL%20MAS%20ALLA/EBOOK-HABLA%20UN%20EXORCISTA-%20Gabriele%20Amorth.pdf; https://www.ebookscatolicos.com/memorias-de-un-exorcista-gabriele-amorth/).

Dostoiewsky creía firmemente en la acción demoníaca. A propósito de Dimitri, su personaje de "Los Hermanos Karamazov", dijo que con él ilustraba la lucha que se libra en el interior del hombre entre Dios y el Diablo: Es terrible que la belleza no solo sea algo espantoso, sino, además, un misterio. Aquí lucha el diablo contra Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre”(vid. https://omnesmag.com/cultura/fiodor-dostoievski-1821-1881-en-busca-de-dios-y-la-belleza/).

A este pasaje de Dostoiewsky me he referido en otra oportunidad, a propósito del libro de mi entrañable y fraternal amigo Javier Tamayo Jaramillo que lleva por título "En Contravía y por Atajos" (vid. https://www.lalinternaazul.info/2019/12/16/ayudame-a-vivir/)

Pues bien, esa lucha no sólo se libra en el interior del hombre, sino en el de las sociedades mismas.

Cuando observamos la degradación de nuestra sociedad en todos los ámbitos, muchos de mis interlocutores se alarman exclamando que cómo es posible todo esto. Mi respuesta suele ser que estamos, como bien escribe Bernanos, bajo el sol de Satán.

A nosotros no nos ha valido que en el Preámbulo de nuestra Constitución se hubiera escrito que se la expidió "invocando la protección de Dios", pues se trata de una declaración de circunstancias, hipócrita, avalada por ateos confesos y a la que legisladores, gobernantes y jueces poca atención le prestan. Colombia parece poseída por el Demonio.

A mis discípulos solía recomendarles que leyeran "El Mal o el Drama de la Libertad", de Rüdiger Safranski, que vincula esos dos fenómenos un poco a la manera pascaliana (vid. https://ddooss.org/libros/safranski_rudiger.pdf).

Según Pascal, cuya lectura también les encarecía a mis alumnos, "El hombre no es ángel ni bestia" (vid. http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/pensamientos--1/html/ff08eee4-82b1-11df-acc7-002185ce6064_3.html). La libertad puede elevarlo a las alturas celestiales, como San Francisco de Asís, o hundirlo en los abismos más despreciables. Para no ofender a las damas con nombres concretos, les mencionaba el caso hipotético de la atroz Rosario Tijeras.

A propósito de Pascal, una pregunta que me hizo en estos días un apreciado interlocutor me incitó a emprender la lectura de un  exquisito estudio que sobre su personalidad y su pensamiento publicó hace cosa de un siglo Jacques Chevalier (vid. Pascal, Librairie Plon, Paris, 1922). Es uno de los pocos libros que decidí conservar de la nutrida biblioteca que hube de sacrificar para internarme en una residencia de tercera edad y así poder atender a mi amada esposa en sus últimos meses de vida.

Según Chevalier, Pascal representa para Francia lo que Dante para Italia, Shakespeare para Inglaterra o Cervantes para España. No sólo era un refinado escritor y un sabio fecundísimo, sino ante todo un santo.

Lo traigo a colación porque algunos de los ateos teóricos y prácticos que más influyen en la Colombia de hoy dicen adherir a una ética laica despojada de coloraciones religiosas que puede hacer de ellos unas personas decentes y hasta meritorias, pero no los lleva a la perfección que exige el Evangelio: "Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt. 5:48).

Es asunto sobre el que volveré más adelante.



lunes, 13 de septiembre de 2021

El Ateo Chileno

Así denominan en las redes sociales a Alejandro Gaviria, el enésimo candidato a la presidencia para el próximo cuatrienio, a raíz de unas declaraciones que ha dado sobre sus increencias religiosas. 

Hay quienes lo descalifican por haber nacido en Chile cuando su padre adelantaba estudios de especialización en ese país, pero el reproche no es válido, pues de acuerdo con la Constitución Gaviria es colombiano de nacimiento por ser hijo de padres colombianos y haberse domiciliado en nuestro país.

Según aparece en las redes, Gaviria ha dicho sin reticencia alguna que es ateo, que le parece bien vivir sin religión, que no hay vida después de la muerte, que no hay premio ni sanción en el más allá y que, en últimas, la vida carece de sentido. No obstante ello, manifiesta interés en la espiritualidad y ha escrito un libro sobre el humanismo.

Vaya uno a saber si su espiritualidad es la más o menos frívola de la Nueva Era. No es, en todo caso, la agónica de los grandes místicos cristianos que, como San Juan de la Cruz, han experimentado la oscuridad de la noche del alma. La inquietud espiritual de Gaviria tampoco se identifica probablemente con la de Mitterrand que, agobiado por un cáncer incurable, buscaba respuestas que le dieran alivio para hacer su tránsito de esta vida mortal a la eterna leyendo a esos grandes místicos y consultando a quienes pudieran ofrecerle alguna luz, como el gran filósofo católico Jean Guitton (vid. https://www.liberation.fr/evenement/1996/01/11/hante-par-le-mystere-de-l-au-dela-mitterrand-lisait-les-mystiques-consultait-les-theologiens-avec-la_160401/).

La incredulidad de Gaviria es quizás frecuente en los altos círculos colombianos hoy por hoy. Si se hiciera una encuesta entre quienes aspiran a gobernarnos no sería raro encontrar que no pocos de ellos comparten los puntos de vista de Gaviria. ¿En qué cree, en efecto, Fajardo, que tan áspero se mostró respecto de la religión cuando fue alcalde y gobernador por estos pagos? ¿Qué tal Petro, de quién más podría creerse que es fiel de oscuras deidades africanas que de nuestra luminosa Santísima Trinidad, si bien anda diciendo que es católico e hizo construir iglesias en Bogotá cuando era alcalde, aunque se ha declarado librepensador?  ¿O De La Calle, que en su apetitoso libro de memorias confiesa su agnosticismo y su animadversión contra la religión católica? Ahí dice que dejó de creer en ella, entre otras razones, porque leyó en Steckel que una religión que predique la condenación eterna no puede ser verdadera. Tal vez le convendría leer a San Pío de Pietrelcina, que dice que quien niegue el infierno creerá en él cuando allá llegue.

El ateísmo confeso y tal vez militante de Gaviria puede ganarle adeptos entre los mal llamados progresistas, pero se los restará entre católicos y cristianos preocupados por la suerte de sus creencias que los librepensadores dicen respetar, pero en el fondo aspiran a erradicar.

Hay en los tiempos que corren una profunda fractura espiritual que se pone de manifiesto no sólo en nuestro país, sino incluso en los más avanzados, tal como acontece en USA. El conflicto entre Biden y los legisladores texanos acerca del aborto así lo evidencia.

He sostenido en mis cursos de Teoría Constitucional, Filosofía del Derecho e Introducción a la Política que las bases últimas de la  organización social, la normatividad y el poder dependen de la concepción del hombre que se abrigue. La Antropología Filosófica, que procura responder a la cuarta y última pregunta de Kant, ¿qué es el hombre?, suministra la clave para orientarse en esos tópicos.

Cuando se considera que el ser humano es producto de una evolución ciega y su existencia, como afirmaba Sartre, "es una pasión inútil", muchas atrocidades son posibles. De Sartre se dice que al final de sus días, bajo la influencia de su secretario judío y presa ya de su declinación final, abjuró de su ateísmo, manifestando que  “No me siento que soy el producto de la casualidad, una mota de polvo en el universo, sino alguien que era de esperar, preparado, prefigurado. En pocas palabras, un ser que sólo un Creador pudo colocar aquí… y esta idea de una mano creadora hace referencia a Dios”(vid. https://elcoloo.com/2014/11/28/jean-paul-sartre-y-dios-se-arrepinti-sartre-de-su-atesmo-antes-de-su-muerte/).

El asunto de ha prestado a discusión, pero, sea de ello lo que fuere, cuando se piensa que el ser humano es producto de de la casualidad, que su cuerpo es  un mero agregado de células, que su espiritualidad es un epifenómeno de procesos físico-químicos que se dan en  el cerebro, que su dignidad es una convención más o menos cómoda y su vida sólo vale en cuanto le sea placentera, se abren las puertas a iniciativas que podrían terminar aniquilándolo o, al menos, reduciéndolo a su mínima expresión. Es a lo que aspiran los promotores del Nuevo Orden Mundial, que en sus manifestaciones más radicales consideran que la población humana no debería pasar de 500 millones de ejemplares. Su punto de vista sostiene que el hombre no es el rey de la creación, sino un estorbo. Consúltese a propósito de ello la Carta de la Tierra (vid. https://cartadelatierra.org/lea-la-carta-de-la-tierra/descargar-la-carta/).

Aborto, eutanasia, promoción de los colectivos LGTBI+, redefinición de la familia, abandono de los ancianos a su propia suerte, el infanticidio que predica Peter Singer como consecuencia lógica de las posturas abortistas y quizás la promoción de la guerra o de las pandemias, constituyen consecuencias del falso humanismo que niega a Dios y pretende erradicarlo de la escena pública.

El conflicto espiritual ya se ha hecho patente entre nosotros, así sea discretamente. Por ejemplo, leí en la página 26 de El Colombiano del 9 de septiembre último un escrito que no dejó de sorprenderme. Titula: "El aborto legal, un derecho que toma fuerza". Si lo promueve un periódico que fue conservador hasta no hace mucho, ahí se va viendo quién lleva las de ganar. Pienso en un escrito que publicaré más adelante parafraseando una célebre novela de Georges Bernanos: "Bajo el sol de Satán".