Leo en una de las notas a "Los Sueños de Luciano Pulgar" que el vocablo cazurro se aplica a alguien que es persona insociable, montaraz, rústica, de modales toscos (T. I, pág. 559).
Tal como se advierte en las películas norteamericanas, cualquier parecido de una persona que ostenta esas características con el "okupa" de la Casa de Nariño es mera coincidencia.
Para nuestro infortunio, quien ejerce hoy el cargo de primer magistrado de la nación se caracteriza por su completa falta de decoro. Su grosería no tiene antecedentes en la historia colombiana. Son muchos los eventos que podrían dar lugar a que se lo destituyese a causa de indignidad por mala conducta, según el artículo 175 de la Constitución, pero ello tendría que pasar primero por la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes, que según denuncia del representante Hernán Cadavid ha sido atrapada por las huestes gubernamentales y carece, por ende, de toda voluntad para cumplir con su deber de velar por el cumplimiento de sus deberes.
Es importante recordar, a propósito de ello, la diferencia que media entre el poder y la autoridad. El primero es meramente un hecho que consiste en la capacidad de hacerse obedecer de grado o por fuerza por otros. La autoridad es una nota por así decirlo espiritual que rodea el ejercicio del poder al hacerlo respetable y digno, en consecuencia, del reconocimiento de los llamados a sujetarse a sus designios.
Pues bien, uno de los dramas de nuestra situación política reside en que el titular de la presidencia no ha sabido ganarse el respeto de la ciudadanía, que lo considera, como alguien anotó, "arrogante, ignorante e incompetente". Sus exabruptos lo han convertido en objeto de burla aquí y acullá, hasta el punto de que hay humoristas que hacen su agosto imitando sus gestos torpes y mofándose de sus insensateces.
Una publicación reciente de la universidad Eafit plantea el interrogante acerca de si asistimos a una crisis de la democracia.
Observando lo que hoy nos acontece, la respuesta no puede ser otra que, en efecto, sí asistimos a una crisis de nuestro sistema democrático. Sólo por ello un individuo del deplorable jaez de quien nos desgobierna ha podido llegar a la cúspide del poder en este país.
Hay muchas explicaciones plausibles para tratar de entender este deterioro y se hace menester considerarlas cuidadosamente con miras a superar las causas que lo han producido e introducir los correctivos pertinentes.
Los críticos de la democracia, comenzando por Platón, han señalado su tendencia a la nivelación por lo bajo que abre espacios para que triunfen los peores. Según ellos, la democracia tiende a convertirse en oclocracia, que es la autoridad de un populacho corrompido y tumultuoso que ejerce un despotismo del tropel que no puede identificarse con el gobierno legítimo de un pueblo, según lo define el filósofo escocés James Makintosh.
Ese descensus ad inferus no es inevitable, siempre y cuando obren los filtros necesarios para impedir el ascenso de los peores.
Desafortunadamente, entre nosotros esos filtros no han obrado. El que hoy nos desgobierna no habría podido llegar a la presidencia y ni siquiera al congreso o a la alcaldía de Bogotá, pues estuvo en la cárcel condenado por sentencia judicial relativa a delitos comunes, según lo dispuesto por el artículo 179-1 y concordantes de la Constitución Política. Pero cuando alguien demandó alguna elección suya, no pudo demostrarlo porque el documento original del fallo condenatorio había desaparecido del expediente, como por arte de bibibirloque. El que lo sustrajo incurrió presumiblemente en un delito de falsedad documental que nadie quiso que se investigara.
La crisis de nuestra democracia involucra muchos aspectos éticos que hacen pensar en la preocupación de Bolívar por introducir en la Constitución un poder moral. No resulta fácil configurarlo, pero de algún modo debería considerarse la necesidad de impedir la degradación de nuestras instituciones.
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