domingo, 24 de octubre de 2021

Asuntos litigiosos

Tales son, a no dudarlo, los concernientes al aborto y la eutanasia, que suscitan lo que los filósofos denominan situaciones-límite, más bien refractarias al frío escrutinio racional y fuertemente impregnadas de coloraciones emocionales.

Al examinarlos se abren dilemas difícilmente conciliables entre el interés individual y el colectivo, entre las consecuencias a corto, mediano o largo plazos, y entre la ley positiva y la Lex Aeterna o la Naturalis.

Los promotores de ambas soluciones se anclan en la exaltación del interés individual, a menudo crudamente egoísta. Se trata, por una parte, del deseo de la mujer de finiquitar  una maternidad no deseada por diferentes motivos, unos muy penosos y otros, en cambio, frívolos a más no poder. Por la otra, se invoca la necesidad de poner término a vidas que por distintas consideraciones se piensa que ya carecen de sentido y no merecen conservarse. En todos estos casos milita un comodín: la dignidad.

Se alega, en efecto, que es indigno imponerle a la mujer embarazada el peso de una maternidad que rehúye o al que encuentra insoportable la carga de la vida exigirle una supervivencia que ya no le ofrece halagos, sino insoportable pesadumbre.

Como estas soluciones no siempre están al alcance de la mano de los dolientes, su efectividad muchas veces entraña la colaboración de terceros que llevan a cabo la eliminación de la criatura que se gesta en el vientre de la mujer o la del quejoso que aspira al ilusorio alivio de la muerte.

La legislación penal ha tratado de distintas maneras estas situaciones. La severidad con que se castigan los actos lesivos de la vida muchas veces se mitiga con medidas benignas que consideran el estado de necesidad o el llamado homicidio piadoso. Pero el espíritu de los tiempos que corren pretende ir más allá, de suerte que tanto el aborto como la eutanasia, sobre todo cuando esta última configura el suicidio asistido, se garanticen a título de derechos fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana. 

A no dudarlo, se trata de supuestos derechos que configuran excepciones a la inviolabilidad de la vida humana que consagra, por ejemplo, nuestra Constitución Política. Esas excepciones cobran fuerza a partir de sentimientos de conmiseración frente al sufrimiento ajeno, pero también de exaltación del deseo individual como suprema ley del  comportamiento humano. 

Habida consideración de que con ellos se pone en cuestión la sacralidad de la vida, la regulación jurídica de estas hipótesis suele imponerles ab initio ciertos límites que a primera vista parecen admisibles. Pero la práctica ha demostrado que dichos límites son apenas el primer paso para lo que termina siendo un plano inclinado a través del cual se desciende hasta que lo excepcional termina por lo menos igualando el contenido de la regla que se pretende paliar.

En el caso del aborto, por ejemplo, nuestra Corte Constitucional comenzó por despenalizarlo en caso de que medien tres circunstancias que rápidamente dejaron de interpretarse de modo restrictivo y se vienen reconociendo con dolosa laxitud. De ahí  parece que estemos a punto de que la misma corporación dictatorial resuelva que puede haber lugar a practicarlo sin que obre restricción alguna, mediando apenas el deseo de la mujer para que se lo lleve a cabo. La presión para que se lo reconozca como derecho fundamental viene reforzada por el ímpetu antinatalista que mueve a quienes consideran que la población humana es la causante de la crisis ecológica. De ese modo, el derecho fundamental a abortar se convierte en un subterfugio que en el fondo justifica propósitos que no tienen que ver con las situaciones individuales que se pretende solucionar.

La eutanasia ofrece la modalidad del suicidio asistido para quienes encuentran insoportable la vida, pero por distintas circunstancias no pueden quitársela ellos mismos. También puede resultar del deseo de quienes tengan a su cargo personas que ya han perdido quizá de modo irremisible la conciencia y se encuentran en estado vegetativo. Igual que sucede con el aborto, acá la legislación comienza regulando con aparente rigor estos casos, pero a poco andar ella misma o su interpretación jurisprudencial terminan ampliando las hipótesis para contemplar situaciones que no encajen adecuadamente con aquéllos. Así se ha visto en la reciente evolución de nuestra jurisprudencia constitucional.

En Bélgica y Holanda, que son países pioneros en la materia, se han observado tendencias muy inquietantes. Por una parte, ya no se habla de la eutanasia para adultos agobiados por enfermedades terminales insoportables, sino para los que sufren depresión y otras anomalías mentales, e incluso para niños y adolescentes que no pueden decidir por sí mismos. La pandemia que todavía está en curso ha dado lugar a que el personal de la salud elija por sí y ante sí a quienes tratar y a quienes dejar morir dándoles apenas cuidados meramente paliativos. Se observa el temor de no pocos ancianos a ser hospitalizados, pues piensan que no se los va a sanar, sino a matar. Al fin y al cabo, las ideas de personajes como Alejandro Gaviria van abriéndose paso para considerar que transcurrida cierta edad el individuo se convierte en una pesada carga para la sociedad y la racionalidad económica impone su eliminación.

Hoy es un lugar común la tesis de que las creencias religiosas son impertinentes para decidir sobre el régimen jurídico del aborto y la eutanasia. En cambio, se concede pleno vigor a las ideologías, como si éstas tuviesen mejor fundamento racional que aquéllas. Se desconoce, además, que las ideas de dignidad de la persona humana y de inviolabilidad de la vida son de nítida raigambre religiosa y remiten a la Ley de Dios. No sobra traer a colación acá lo que dijo el célebre Lord Acton acerca de que la creencia en Dios ofrece una barrera metafísica para limitar los exabruptos de la ley positiva. Si se niega la Ley de Dios, los dueños del poder están legitimados para imponer lo que les parezca.

jueves, 7 de octubre de 2021

La Hora del Dr. Mata

Hace unos setenta años o algo más nuestra opinión pública estaba estremecida con las noticias que prensa y radio divulgaban acerca de Nepomuceno Matallana, un abogado o quizás apenas rábula que liquidaba a sus clientes. Lo llamaban el Dr. Mata y la sola mención de su nombre producía pavor entre la gente. Hacía parte de la temible galería de delincuentes que aterrorizaban al país por ese entonces. 

Yo era un niño y guardo todavía el recuerdo de ese personaje espantoso. Lejos estaba de pensar que la especialidad del Dr. Mata invadiría el campo de la medicina, cuya misión es sanar enfermos y, en casos desahuciados, paliar sus sufrimientos para ayudarles a bien morir, mas no para despacharlos voluntariamente hacia el más allá, pues el Juramento Hipocrático, tanto en sus versiones antiguas como en las modernas, le ordena velar con el máximo respeto por la vida humana (vid. https://es.wikipedia.org/wiki/Juramento_hipocr%C3%A1tico).

La medicina, en efecto, está al servicio de la vida, pero una cultura cada vez más invasiva, que el pensamiento católico justificadamente ha calificado como de la muerte, ha dado lugar a nuevas y atroces especialidades, la de los médicos abortistas, que antes eran severamente censurados, y la de los administradores de la eutanasia, a quienes hoy se presenta como bienhechores y garantes de la dignidad humana.

Leo, por ejemplo, en El Colombiano de ayer (página 26) que una paciente de ELA, una terrible dolencia, ha fijado para las 7:00 A.M. del próximo 10 de octubre su cita con la muerte que le será administrada por un galeno que no se identifica en la nota periodística. Pero no será, como ésta dice, la primera paciente en Colombia, con diagnóstico no terminal, que accederá a la eutanasia o muerte asistida, pues conozco algunos casos de personas que ya han obtenido tan macabro beneficio. 

No más en esta semana mi empleada doméstica me contó que había seguido por noticieros de televisión todo el proceso de otra enferma desahuciada que optó por la eutanasia, evento que se transmitió morbosamente con lujo de detalles hasta el último minuto de su existencia. La paciente murió rodeada de sus hijos que la contemplaban y lloraban a su alrededor mientras la droga letal producía su efecto.

El ateísmo, tanto teórico como práctico, que predomina en la cultura actual ha privado a la muerte de su misterio. Nada hay más allá y si algo sucede tras la muerte, es un evento que carece de importancia. Pascal, sin embargo, pensaba todo lo contrario. Podría ser que la primera alternativa fuese cierta. Pero, de no serlo, la muerte daría comienzo  a otra vida, la eterna, que como lo dejó consignado el célebre astrónomo francés del siglo XIX Camilo Flammarion, plantea el más grande de los problemas que acucian al ser humano (vid. Flammarion, "La muerte y su misterio", Aguilar, México, 1948).

Es bien conocido el planteamiento de Max Weber sobre el desencantamiento o la desacralización del mundo que caracterizan al racionalismo que impera en la Modernidad. ¡Nada hay sagrado más allá del deseo del ser humano! Como lo he observado en otra oportunidad, las ideas acerca de una Ley de Dios o apenas de una una Lex Naturalis se consideran lesivas de la autonomía de la conciencia, que tiene como uno de sus atributos más significativos el de darse su propia normatividad. A ello apunta el programa emancipatorio que hoy se considera como el leitmotiv de la causa progresista. ¡El progreso consiste en liberar al hombre de todas sus ataduras, vengan de donde provinieren, sea de Dios, de la naturaleza, de la historia y hasta de su entorno social!

Ese proceso de racionalización ofrece perspectivas bien inquietantes. El propio Weber plantea una distinción radical entre la racionalidad de los medios, que se establece a través de la atenta consideración de hechos (lo fáctico, de que hablan los filósofos), y la de los fines, que obedece a consideraciones de valor o axiológicas (lo normativo), abiertas a discusiones interminables.

El pensamiento actual, que sufre el influjo avasallador de la mentalidad anglosajona, se inclina por el utilitarismo como guía suprema para orientarse en el mundo de los valores. Según sus planteamientos, el valor de la vida reside en su utilidad. Por consiguiente, hay  unas vidas útiles y otras inútiles. Las primeras merecen conservarse, no así las segundas.

De ahí se siguen corolarios muchas veces inesperados y hasta chocantes. Por ejemplo, las vidas no deseadas de seres humanos en proceso de gestación merecen abortarse. Pero hay quienes a pesar de todo nacen y no deberían sobrevivir. Peter Singer, famoso profesor de Ética en Princeton, sostiene que para esos casos se legitima el infanticidio. Y es lo que se está practicando hoy en Bélgica, según este tenebroso artículo: https://www.bioedge.org/bioethics/illegal-euthanasia-of-infants-continues-in-belgium/13919?mc_cid=7debf8f2b8&mc_eid=ec9fea9ea0.

Alejandro Gaviria, siguiendo la tónica de economistas ateos como él, ha dicho que las personas de edad avanzada constituyen una carga insoportable para la sociedad y, por consiguiente, se las debe privar del auxilio jubilatorio y los demás que ofrece hoy la seguridad social. Hay que dejarlas subsistir según sus propios medios y lo más deseable para ellas sería poner fin a sus míseras existencias.

¿Hay que festejar la muerte? Es lo que recomiendan hoy los promotores de la eutanasia. Tal es el tema de una película muy impactante, "Cuando el destino nos alcance", en la que, llegado el momento de despedirse de la vida, se penetra por un túnel mientras suena la Sinfonía Pastoral de Beethoven para darle el último adiós plácidamente. Los restos de la cremación sirven de materia prima para unas pastillitas verdes que alimentan a los sobrevivientes, algo así como el maná bíblico (vid. https://es.wikipedia.org/wiki/Cuando_el_destino_nos_alcance).

Ojalá no me toque ese día en que la realidad superará a la ficción