domingo, 29 de agosto de 2021

Con el pecado y sin el género

Es probable que el NAF resulte siendo una de las peores frustraciones que haya podido sufrir este desventurado país en su decurso histórico, pues no ha traído consigo la anhelada paz con verdad, justicia, reparación para las víctimas y no repetición. Sus resultados positivos son magros y no los que las partes esperaban, como tampoco todo lo desastrosos que sus críticos anunciábamos.

A este respecto, no puede dejar de reconocerse que la desmovilización de un buen número de frentes guerrilleros y la incorporación de varios de sus jefes al Congreso sea algo admisible en medio de las circunstancias. Y si bien el acuerdo se diseñó para darles a las Farc privilegios exorbitantes concebidos para ubicarlas en una posición hegemónica dentro del escenario nacional, en esto se quedaron tal vez con los crespos hechos, habida consideración de que el pueblo colombiano definitivamente no las quiere.

La JEP y la Comisión de la Verdad, que constituyen dos figuras sustanciales para el desarrollo de lo acordado, no han ganado la confianza de la opinión, pues cada vez se advierte con mayor claridad el desbalance que las afecta. Poco se cree que garanticen justicia y verdad, porque están más del lado de las Farc que de los intereses objetivos de nuestra sociedad. Como se dice coloquialmente por ahí, se observa a no dudarlo que lloran por un solo ojo.

Es cierto, como lo sostiene el exmagistrado José Gregorio Hernández, que el NAF no está integralmente incorporado a la Constitución y podría, en consecuencia, reformárselo. Alguna manifestación del padre De Roux da pie para admitirlo. Pero la constelación de fuerzas políticas que actúa en la hora presente no se identifica con ese propósito. Sólo el Centro Democrático persevera en sus críticas y en la idea de introducirle modificaciones sustanciales. Pero su menguada influencia en el electorado dificulta esa iniciativa.

Insistir paladinamente en ella suscita un escollo casi insalvable para lo que es más urgente hoy por hoy, cuando debe promoverse una gran coalición para contrarrestar el peligro que para nuestra democracia liberal acarrea el delirante extremismo de Gustavo Petro y sus secuaces de la fementida Colombia Humana.

Es dudoso que el CD pueda presentar un candidato con vocación triunfadora en la primera vuelta de las elecciones presidenciales venideras. También lo es que pase a segunda vuelta y logre reunir en torno suyo a los eventuales contrincantes de Petro.

Si mal no recuerdo, en una convención liberal que tuvo lugar en el teatro Olympia de Medellín en 1955, Alfonso López Pumarejo, consciente de la necesidad de combatir la dictadura de Rojas y restablecer el orden constitucional, dijo que el liberalismo debía de prepararse para votar por un candidato conservador que ofreciese garantía para sus derechos. 

Lo mismo pienso en estos momentos acerca de lo que le conviene al CD como fuerza estabilizadora de nuestra institucionalidad. Puede haber personajes no contaminados por la polarización ni el odio contra el expresidente Uribe y lo que éste representa, capaces de reunir en torno suyo a los sectores moderados de la opinión colombiana e incluso de ofrecerle garantías a lo que de modo bastante impreciso podría denominarse como la izquierda democrática respetuosa del orden constitucional.

Es cuestión de que alguien con influencia y buen sentido se acerque a los distintos escenarios que influyen en la opinión pública para ambientar propuestas de acuerdo satisfactorias para ellos. 

Perseverar en el  desconocimiento del NAF equivale en estos momentos a dar coces contra el aguijón. Creo que es preferible dejar que evolucione, como sucede con ciertas enfermedades. Llegará quizás el momento en que lo rescatable de esos acuerdos pueda mantenerse y lo reformable logre enderezarse. Pero, como en muchas otras situaciones, hay que darle tiempo al tiempo. 

Hay otros focos de violencia que es urgente enfrentar, casi todos ligados al narcotráfico. No en vano nos quedó como herencia del desgobierno de Santos la calamidad de habernos convertido por mucho en el principal productor de cocaína del mundo.

Insisto en la actualidad de la vieja proclama del general Benjamín Herrera: "La Patria por encima de los partidos".


lunes, 23 de agosto de 2021

Mala Entraña

Les sugiero a mis lectores que escuchen con detenimiento el siguiente discurso de Gustavo Petro en Cali: https://www.youtube.com/watch?v=NyG9wV_yRx0

Es probable que coincidan conmigo en que difícilmente podría haber en la política colombiana una manifestación más rezumada de resentimiento, odio y otras actitudes llamadas a estimular pasiones negativas en las comunidades.

Desafortunadamente, como viene observándolo el expresidente Uribe Vélez, los elevados índices de desempleo que ha traído consigo la crisis son caldo de cultivo del desencanto popular y pueden llevar al electorado a soluciones extremas de las que nada bueno podría esperarse para la suerte de Colombia.

Las últimas encuestas indican, en efecto, que la gran mayoría de la opinión pública considera que el país va por mal camino y descree de todas las instituciones, salvedad hecha de las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica, que todavía están algo por encima del 50 % de favorabilidad.

Los resultados de las encuestas exhiben una preocupante tendencia hacia el extremismo de Gustavo Petro, que si lograra el acceso al poder sería algo catastrófico. Así lo consideran incluso voceros de la izquierda que lo conocen bien y manifiestan que Petro es sin duda una mala persona.

Las fuerzas políticas que creen todavía en las ventajas de la democracia liberal, que como lo pensaba Raymond Aron es el marco común que agrupa a la derecha no autoritaria y la izquierda no totalitaria, vale decir, la civilización política, deben advertir los graves peligros que acechan a la institucionalidad colombiana por esa marea de resentimiento y ánimo destructivo que está creciendo en nuestra sociedad.

No hay que olvidar que fue el resentimiento de la población alemana lo que llevó a Hitler al poder, con todo lo siniestro que de ahí se siguió.

La manera de hacerle frente a tamaño desafío es una gran coalición en la que esos diferentes sectores se pongan de acuerdo en un programa común de recuperación de la economía y promoción del empleo. Cada uno de ellos tiene sus propias ideas acerca de otros tópicos, pero como lo manifesté en mi último escrito hay que pensar en lo más urgente. Lo primero, primero. 

El ejemplo de Alemania es muy ilustrativo. A lo largo de años la gran confrontación fue entre la Democracia Cristiana y la Social Democracia, que se  alternaron pacíficamente en el ejercicio del poder, pero en la última década, al no lograr ninguno de los dos partidos mayoría para gobernar, decidieron aliarse para hacerlo conjuntamente. La artífice de esa coalición, Ángela Merkel, se dispone ahora a terminar su gestión en medio del aplauso de sus conciudadanos.

No es imposible que el Centro Democrático, el Partido Conservador, el Partido Liberal, el Partido de la U, Cambio Radical y otras formaciones, como las de los cristianos e incluso sectores de los Verdes y el Polo Democrático, lleguen a acuerdos que le ofrezcan a la mayoría del electorado soluciones positivas para superar las gravísimas dificultades del presente y protejan a Colombia del extremismo que promueve Gustavo Petro.

La polarización entre uribistas y santistas debe superarse, pues lo que en realidad enfrenta hoy a los colombianos es el mantenimiento de la democracia liberal y  la promoción de un proyecto de tintes totalitarios y liberticidas. 

Es verdad que la idea de ese gran entendimiento tropieza con dificultades de todo género, no siendo las menores las que surgen de egos hipertrofiados y sensibilidades lastimadas. Pero las circunstancias de la hora presente aconsejan que se siga la célebre consigna del general Benjamín Herrera al término de la terrible guerra de los mil días: "La Patria por encima de los partidos".

miércoles, 18 de agosto de 2021

Lo primero, primero



Así reza una perentoria consigna del programa de A.A. que conviene traer a colación para orientar los pasos que hemos de seguir con miras a los procesos electorales venideros.

Las preocupaciones que embargan a los colombianos en la actualidad son muy variadas y apremiantes, pero hay que fijar prioridades y quizás la más significativa de todas ellas toca con la elección del modelo político que debemos acoger para encauzar nuestra vida comunitaria.

Hay básicamente dos grandes opciones electorales: mantener, así sea con ajustes, nuestro régimen de democracia liberal, todo lo imperfecto que lo consideremos, o votar por lo que ahora se denomina como una democracia iliberal, eufemismo que en el fondo disfraza lo que Revel llamaba la tentación totalitaria y constituye el trasfondo de la propuesta que lidera Gustavo Petro.

Netflix está presentando una serie que, para decirlo en términos de la jerga periodística, resulta de palpitante actualidad para nosotros: "Cómo se convirtieron en tiranos". Ahí se examina la trayectoria de varios dictadores del siglo pasado y no dejan de preocupar sus similitudes con Petro. 

Petro espanta no sólo por sus planteamientos, sino por su personalidad. Su pasado en el M-19 es oscuro a más no poder. Circulan en las redes sociales versiones aterradoras sobre su crueldad y su menosprecio respecto de las víctimas de secuestros y extorsiones. Su gestión como alcalde de Bogotá abre no pocos espacios para la crítica: decisiones arbitrarias, eventos corruptos, favorecimiento a personajes sospechosos. De todo ello ha quedado constancia, según puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=szbjBDWeALQ.

A pesar de sus reiteradas manifestaciones en torno de la paz, el diálogo social y el humanismo, Petro es a no dudarlo un extremista que no sólo adhiere a los dogmas clásicos del marxismo-leninismo, sino a las tendencias del marxismo cultural, especialmente en lo tocante con la ideología de género y la promoción de la homosexualidad.

Esto que dijo al acompañar un desfile del Orgullo Gay cuando era alcalde de Bogotá es bien elocuente: https://www.facebook.com/watch/?v=1096471790539706.

El elector común y corriente no suele estar al tanto de la evolución de las doctrinas, los programas y, en general, los desarrollos de la política en otras latitudes. Pero ellos terminan proyectándose tarde o temprano en nuestra sociedad a través de distintos medios.

En países que se dicen avanzados la revolución sexual ha tenido comienzos a primera vista razonables acerca de la superación de tendencias discriminatorias respecto de la mujer y lo que ahora se presenta como el colectivo LGTBI+. Pero lo que está haciendo, por ejemplo, el gobierno comunista en España para borrar la identidad sexual de los niños a partir de la educación preescolar  es estremecedor, aunque no extraño a lo que probablemente  promovería Petro si llegara a ser presidente de Colombia.

En el pasado debate presidencial Petro exhibía crucifijos en una de sus muñecas, para producir la impresión de que respetaba símbolos religiosos caros a nuestra sensibilidad popular. Pero, según quedó registrado en la prensa, llegó a anunciar que no toleraría los crucifijos en los espacios públicos. Él se ha declarado librepensador, cualquier cosa que ello signifique, al igual que otros presidentes de los siglos XIX y XX. Pero los de este último siglo se mostraron tolerantes  respecto del sentimiento católico de la mayoría de los colombianos. Con Petro las cosas serían tal vez muy diferentes, de modo que la suerte de la Iglesia Católica y las restantes iglesias cristianas resultaría probablemente muy comprometida bajo un gobierno presidido por él.

En otra ocasión he advertido que Petro promueve lo que llamo una democracia tumultuaria, de la que ha dado muestras la movilización que hemos padecido en los últimos meses, así como la que organizó contra el procurador Ordóñez cuando lo destituyó como alcalde de Bogotá. Ya en la Revolución Francesa se sufrieron los excesos de esa concepción de la democracia. Acá volveríamos a padecerlos si Petro llegara a ser presidente.

Maquiavelo decía que el disimulo y el engaño son dos procedimientos muy efectivos para triunfar o al menos mantenerse en la política. Petro acude a ellos de modo reiterativo. Niega ser comunista y su cercanía con el castrochavismo, pero su amistad con el turbio senador Cepeda y sus viajes a Cuba son bien dicientes acerca de su identidad política. Su discurso mendaz no alcanza a ocultar sus proyectos de fondo acerca de la transformación revolucionaria de la sociedad colombiana, comenzando por su estructura económica. Y ya se sabe que es lo que resultaría de ahí.

En su biografía de Hitler, Hans Bernd Gisevius destaca el perfil demoníaco del dictador nazi. A mí no me cabe duda de que en  la personalidad  de Petro anida un demonio. La expresión de su rostro infunde miedo, sus palabras estremecen de pavor.

La advertencia acerca del 2022 no es antojadiza. Todo lo contrario, es seria a más no poder.




martes, 10 de agosto de 2021

Por el camino adelante

El Centro Democrático cuenta con muy buenos candidatos presidenciales, pero no tiene votos suficientes para que uno de ellos por sí solo triunfe en primera vuelta ni quizás pase a la segunda, mucho menos si se divide entre duquistas y antiduquistas. 

Su ideario es en principio válido para trazar una ruta viable para enfrentar los desafíos de nuestra sociedad en los tiempos que corren. ¿Quién puede negar que la seguridad democrática, la confianza inversionista y la cohesión social responden a necesidades vigentes ahora más que nunca antes? ¿Cómo afirmar que la lucha contra la corrupción y el narcotráfico hayan perdido importancia en la Colombia de hoy?

Sin embargo, una artera campaña activada desde varios frentes, principalmente contra su líder natural, ha hecho mella en su imagen, sobre todo en la juventud que no conoció de primera mano lo mucho que por Colombia hizo Álvaro Uribe Vélez desde la presidencia de la república. Los promotores de esa campaña de descrédito, que aún no culmina, bien sabían que envenenando el ambiente debilitarían el principal obstáculo que podría impedir el avance de fuerzas disolventes que vienen haciendo estragos en nuestro vecindario.

Voces sensatas dentro del partido vienen llamando la atención acerca de la ineludible necesidad de integrar coaliciones en pro de un gobierno moderado para el próximo cuatrienio. No es imposible reanudar alianzas con los conservadores y los cristianos, ni forjarlas con el partido de la U, con Cambio Radical e incluso con lo que restaría de los liberales después de la escisión que proyecta el Nuevo Liberalismo o la que promueve el senador Velasco, así como la que ha planteado la llamada Coalición de la Esperanza. Pero la forja de esas alianzas requiere una delicada labor diplomática que urge emprender.

Pienso que lo que más dificulta el entendimiento del Centro Democrático con varios de esos sectores políticos que podrían compartir sus programas básicos es la actitud de total hostilidad del partido respecto del acuerdo con las Farc.

Me atrevo a sugerir que ese acuerdo, todo lo defectuoso que lo considero, es ya para bien o para mal un hecho cumplido, quizás modificable en el futuro en aspectos puntuales, pero  no susceptible de que se lo haga trizas. La idea de liquidar la JEP es, por ejemplo, inviable hoy por hoy, lo mismo que la de revocar muchos de los beneficios que se estipularon con las Farc. 

Supongo que tal es el pensamiento del presidente Duque, quien a pesar de las quejas de no pocos de sus copartidarios, se ufana de estar dando cumplimiento en la medida de lo posible a lo convenido en el NAF. 

Hay que reconocer que no todo es malo en el mismo. Acabamos de ver, por ejemplo, que la JEP ha admitido que al menos 18.677 menores fueron víctimas de las Farc y ha dispuesto acciones pertinentes sobre tan grave asunto.

Después de escuchar las confesiones de Timochenko y Mancuso ante la Comisión de la Verdad a mí me quedaron varias impresiones, todas ellas muy profundas y dolorosas. Ante todo, la de que en esa confrontación de Farc, AUC y, por qué negarlo, el Estado, Colombia padeció un verdadero infierno que es indispensable dejar atrás, sobre todo anímicamente. No podemos anclarnos en ese pasado ominoso. Es necesario proyectar nuestra visión hacia el futuro, pensando, como bien lo aconseja el presidente Duque, en lo que integra y no en lo que divide. 

La política se mueve en dos direcciones antagónicas, la arquitectónica o constructiva y la agonal o conflictiva. Es hora de pensar en lo que contribuye a sosegar los ánimos, con el propósito de encauzarlos hacia la edificación de una sociedad que pueda superar armónicamente las agudas diferencias que se presentan en su interior.

Francisco Santos, en diálogo con Vicky Dávila, expuso hace poco unas ideas muy sensatas  sobre el momento político. Según sus puntos de vista, la acción en la hora presente debe dirigirse hacia la juventud, para escucharla, atender a sus necesidades y darle oportunidad de participar adecuadamente en la conducción de nuestra sociedad, de suerte que su acto de presencia no se limite a manifestarse en las calles, sino a aportar su idealismo y su energía en la configuración de la sociedad en que le toca vivir. Sin duda, el que lograre el apoyo de los jóvenes gozará de las mejores probabilidades de ganar en las justas electorales que se avecinan.

A mis copartidarios del Centro Democrático me atrevo a sugerirles que piensen ante todo en orientar a los colombianos por rutas de conciliación y de progreso, más que en sus aspiraciones inmediatas, todo lo legítimas que parezcan. No sobra recordar a este respecto la célebre afirmación de Bismarck: "La política es el arte de lo posible". En las circunstancias actuales, es el arte de conquistar unas mayorías suscitando en ellas más el entusiasmo que el miedo. 

Hay que recobrar la fe en Colombia y su institucionalidad democrática. Como lo dijo otrora Don Marco Fidel Suárez, la nuestra es tierra estéril para las dictaduras. Debemos preservar nuestra adhesión tradicional a las libertades que cierta tentación totalitaria o iliberal pretende demoler.


 

martes, 3 de agosto de 2021

La crisis de la Constitución de 1991

Agradezco a la Academia Antioqueña de Historia la muy amable invitación que me ha formulado para exponer algunas ideas acerca de lo que considero como la crisis de nuestro ordenamiento constitucional en vigencia.

Comenzaré citando un texto de Carl J. Friedrich acerca del constitucionalismo y su conexión con el régimen democrático: "El constitucionalismo es probablemente la gran conquista de la civilización moderna, sin la cual poco o nada del resto es concebible". A partir de ahí, bien podríamos considerar que la crisis constitucional entraña, ni más ni menos, una crisis de civilización (vid. https://digitalcommons.law.lsu.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1743&context=lalrev).

El constitucionalismo corona un largo y proceloso tránsito de las sociedades hacia la institucionalización del poder, que lo somete a reglas que controlan y racionalizan su ejercicio en función del bien común y la garantía de los derechos fundamentales de sus integrantes. A través de su implantación, el gobierno deja de regirse por la arbitrariedad de los hombres que lo ejercen, para que en su lugar prevalezcan las leyes. 

Ello implica el respeto por la Regla de Derecho o el Imperio de la Ley, que se rodean de carácter sagrado. La normatividad jurídica y específicamente la constitucional ordenan la vida civilizada, condicionando así las ventajas que la misma ofrece para lo que Aristóteles consideraba que es la vida feliz a que aspiramos los seres humanos. Su debilitamiento nos hace recaer en la barbarie de esa vida primitiva que Hobbes describía como "solitaria, pobre, miserable, brutal y breve".

La Regla de Derecho debe formularse desde luego por quien tenga autoridad. Y, como con acierto lo anotaba Santo Tomás de Aquino, "es ordenación de la razón para el bien común". Es acto de voluntad, mas no de cualquier voluntad, sino de la que esté legitimada para cuidar de los asuntos de la comunidad, y debe además ceñirse a los dictados de la razón, que explora con sentido de justicia las necesidades de la convivencia humana. Su interpretación y su aplicación práctica deben guiarse con los mismos criterios: la instauración de lo justo en las relaciones recíprocas de la comunidad con sus integrantes y las de éstos entre sí.

¿Qué sucede si se pierde el respeto por la Regla de Derecho? ¿Qué se sigue para las comunidades si en su formulación, su interpretación y su aplicación desaparece la idea de lo justo? ¿Qué ocurre si en esos tres momentos prevalece la arbitrariedad, si en ellos reina tan sólo la voluntad, emancipada del freno o el impulso de la racionalidad y sometida tan sólo al deseo, el interés, el provecho y hasta la pasión de unos pocos?

No en vano se exige al tomar posesión de cualquier cargo público el  juramento de cumplir y defender la Constitución, así como desempeñar los deberes pertinentes. 

Todo esto parece ser de Perogrullo. Con todo, se hace menester recordarlo porque la crisis constitucional y con ella la del derecho parte precisamente del olvido de estas nociones elementales.

La crisis se pone de manifiesto de muchas maneras. Señalaré dos: a) cuando la normatividad no satisface las aspiraciones que la han motivado; b) cuando se distorsionan su interpretación y su aplicación de tal modo que se desvirtúa su sentido originario.

He observado en múltiples ocasiones que la Constitución que en 1991 se expidió en medio de una pintoresca fanfarria no ha logrado siquiera medianamente los propósitos que la motivaron, tal como  se los expuso en su Preámbulo: "Fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana".

Dejando de lado los aspectos declamatorios del texto, mencionaré algunos de los eventos que determinaron la crisis constitucional de los años 1990 y 91: el peso de la subversión, sobre todo del M-19 y las Farc; la fuerza disolvente de las organizaciones de narcotraficantes; el deterioro moral de los partidos políticos tradicionales; la corrupción del sistema electoral y los cuerpos representativos; la falta de confianza en la administración de justicia; la fatiga frente a lo que se consideraba como un presidencialismo excesivo y un centralismo absorbente; la exigencia de garantías eficaces para la oposición política; el aborto de la reforma constitucional de 1989.

¿En qué estado nos encontramos hoy, una vez transcurridos treinta años del enunciado de lo que se nos ofrecía como una promisoria carta de navegación hacia el futuro?

En ese futuro estamos y no es lo feliz que se nos predicaba. Por el contrario, las encuestas de opinión más recientes muestran desasosiego, pesimismo, falta de confianza en todas las instituciones, ausencia de fe en el porvenir de nuestro país.

Por supuesto que ese clima de insatisfacción menoscaba la fuerza de la Constitución, de suerte que no son pocas las voces que claman por reformarla sustancialmente, si bien no se orientan todas en el mismo sentido en cuanto al modo de hacerlo ni a las modificaciones que podrían enderezar el rumbo institucional de nuestra patria.

Señalaré que la interpretación y la práctica de la normatividad constitucional han sido objeto de graves distorsiones. Me permito citar acá lo que el profesor Lowenstein destaca como dos graves desviaciones del constitucionalismo, a saber: la pérdida de prestigio de la Constitución y su desvalorización funcional (Lowenstein, Karl, "Teoría de la Constitución", Ediciones Ariel, Barcelona, 1964, pp. 222 y sigs.)

El profesor Lowenstein habla con toda razón de una erosión de la conciencia constitucional, tanto en el seno de las comunidades llamadas a gozar de la protección del ordenamiento y a sostener su vigencia, como en el de los gobernantes que han jurado defenderla y cumplirla.

Ese deterioro es palpable y gravísimo en lo que atañe a la Corte Constitucional, a la que el artículo 241 de la Constitución Política le confía la guarda de su integridad y supremacía "en los estrictos y precisos términos" que detalla el texto en mención. 

He dicho que los magistrados que la componen prestan solemne juramento de cumplir este y los demás artículos de la Constitución, pero al parecer no los leen o rápidamente olvidan su solemne juramento, pues a menudo, para decirlo con crudeza, le tuercen el pescuezo a aquélla para ponerla a decir lo que no dice. Así las cosas, hay un hiato profundo entre el texto de la normatividad constitucional y lo que afirmando que lo cumplen invocan los magistrados.

No entraré en muchos detalles, para no alargar mi exposición. Observaré tan sólo que los magistrados han urdido una entelequia que denominan los "principios basilares" que configuran el "espíritu de la Constitución", muy parecido a las entidades fantasmagóricas que invocan los médiums en sus sesiones. Como si fuesen apóstoles de nuevos credos, atan y desatan a su amaño las causas que se someten a su dictamen constitucional, haciendo de la interpretación no un acto de conocimiento racional, sino de cruda y arbitraria voluntad. Para darle apariencia racional, a menudo se hincan en la ideología, a la que le asignan un rango supraconstitucional. De ese modo, les imponen a las comunidades creencias que ellas probablemente no compartirían si se les pidiera su aprobación.

Así las cosas, lo que entra en crisis no es sólo la Constitución, sino el régimen democrático mismo que ella debe ordenar y garantizar.

El fenómeno no es exclusivo de nuestro país. Es tema de agudos debates en otras latitudes, como en los Estados Unidos o en Francia. En este último país se alzan voces críticas que sugieren que la democracia constitucional ha derivado hacia una autocracia judicial (vid. https://www.revuedesdeuxmondes.fr/wp-content/uploads/2018/01/Democratie-constitutionnelle.pdf). De ese modo, la separación de poderes, que según la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 constituye una imperiosa garantía de los mismos, ha evolucionado hacia una jactanciosa dictadura judicial.

De hecho, entre nosotros ya hay conciencia de que no basta con que el Congreso a través de los debates reglamentarios apruebe leyes que sancione y promulgue el Gobierno, dado que se piensa que hay por así decirlo una instancia judicial que por la vía de la acción de inconstitucionalidad o la muy perversa de la tutela puede dar al traste con el esfuerzo del legislador e imponer la voluntad de la Corte Constitucional, que no se limita a emitir juicio de exequibilidad o inexequibilidad de los actos de que conoce, sino que de hecho dicta normas y emite órdenes perentorias que deben cumplir distintas autoridades. ¿No equivale esto a la usurpación de funciones?

Ya en el siglo XIX un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos se atrevió a sostener que el derecho  no es lo que dice el texto de la ley, sino lo que los jueces digan. Y hablando de  éstos, ¿quién los controla? ¿ Cuál es el origen de su representación? ¿En qué queda el anhelo de los promotores de la civilización liberal de instaurar gobiernos populares, electivos, representativos, alternativos y responsables, tal como lo proclamaba, por ejemplo, nuestra Constitución de 1863 en su artículo 8o.?