martes, 16 de septiembre de 2025

Imposturas históricas

Hace años estuve de paso por San Cristóbal en Venezuela y me llamó la atención que en cada esquina había una placa con algún pensamiento de Bolívar. Mi cicerone me advirtió que al pasar frente a esas leyendas tocaba quitarme la gorra que llevaba puesta, pues de lo contrario podría tener problemas con la autoridad.

Ello significa que en nuestro vecino país hay una mística bolivariana que de seguro se ha cultivado celosamente a lo largo de muchos años y de la cual se aprovechó el finado Chávez para ganar adeptos para su causa. De ahí que la Constitución que promovió le cambiara el nombre a su Estado para imponer el de República Bolivariana de Venezuela.

No sucede lo mismo entre nosotros. Desde que se eliminó en el pénsum educativo la asignatura de Historia Patria para sustituirla por la de Sociales. nuestra conciencia histórica ha venido haciéndose cada más difusa, de suerte que el hecho de esgrimir en la plaza pública la espada de Bolívar o enarbolar su ominosa bandera de guerra a muerte poco o nada pulsan las fibras emocionales de la entraña popular, máxime si quien lo hace suscita la ya desuetas consignas del materialismo histórico y deja la impresión de ser un zarrapastroso cómico de la legua que ni siquiera hace reír con sus desatinos.

Es lástima que en lugar de acudir a la historia para elaborar un ponderado inventario de lo que nuestras comunidades han edificado a lo largo de muchas generaciones, con sus logros pero también con sus errores, desde el alto gobierno se pretenda inocular en la mente de nuestros conciudadanos una visión sesgada y desde luego mentirosa de nuestro devenir.

En otras épocas, en esa visión predominaban lo que en un ensayo célebre denominó Alfonso López Michelsen como "el prejuicio antiespañol", así como concepciones encontradas acerca de las disputas entre liberales y conservadores. Pero en los últimos tiempos, debido en buena parte a la superación de los odios partidistas por obra del Frente Nacional y sobre todo a la influencia marxista tanto en la educación pública como en la privada, nuestra cultura se ha visto impregnada de las categorías ya obsoletas del materialismo histórico.

Invocando esas categorías, nuestra historia suele describirse como un largo decurso de arbitrariedades, embustes y expoliaciones de parte de elites que han oprimido a las masas, sujetándolas a su imperio con el propósito exclusivo de enriquecerse a costa de la miseria popular. Los desvaríos de las oligarquías de que hablaba Gaitán y que ahora vuelve a traer a colación el que nos desgobierna suministran el leitmotiv adecuado para entender los procesos que han desembocado en el tiempo presente.

Sin desconocer los méritos literarios de Gabriel García Márquez, hay que observar que su formación ideológica era más bien superficial, por no decir precaria. Sus "Cien Años de Soledad" se lee de corrido y así lo hice cuando salió la primera edición hace ya muchos años. Es, a no dudarlo, un escrito fascinante. Pero asignarle la condición de clave interpretativa de nuestra historia es, por lo menos, desmesurado.

La historia es algo muchísimo más complejo y no admite el simplismo para su comprensión. Recuerdo a propósito de ello que Raymond Aron sintetizaba un texto célebre de Spinoza diciendo que en materia histórica no debemos aplaudir ni deplorar, sino comprender. Y el método de la comprensión aconseja examinar las situaciones dentro de sus respectivos contextos, ponderando los valores que entran en juego en cada circunstancia.

No podemos juzgar las condiciones de la Colombia de hoy a partir de las que reinaban hace medio siglo y muchísimo menos las de años atrás. Son muchos los cambios, unos positivos y otros negativos, que me ha tocado observar a lo largo de mi ya muy avanzada edad. 

A mis discípulos solía recomendarles que compararan su situación con la de sus padres y la de los demás antepasados. Hay datos sociológicos muy significativos. Por ejemplo, todavía a mediados del siglo XX la población rural superaba a la urbana, mientras que hoy se ha invertido la proporción. Si no ando mal en mis cuentas, ahora la población urbana podría ascender a un 75% del total y la campesina, a un 25 %. Cuando se puso en marcha el ICSS, el promedio de vida ascendía más o menos a 50 años, mientras que hoy pasa sobrado de los 70. Cuando entré a la universidad en 1961 había en mi clase 6 mujeres y más de 25 hombres. El total de mujeres en la Facultad de Derecho se contaba con los dedos de las manos. Un tiempo después, cuando ya era profesor, en mis cursos era frecuente que la mitad e incluso más de mis alumnos fueran mujeres, muchas de ellas sobresalientes y más aprovechadas que sus condiscípulos varones. En el censo de 1951 Bogotá arrojó unos 650.000 habitantes, mientras que Medellín mostró unos 450.000. Hoy esas cifras se han multiplicado con creces. Lo anterior, para no mencionar los cambios culturales que, para bien o para mal, hemos experimentado tan solo durante el último medio siglo. Hace seis años sufrí el embate de dos cánceres simultáneos y diferentes que en otras épocas me habrían llevado a la tumba, pero fueron tratados exitosamente gracias a los progresos de nuestra medicina.

La nuestra no es una sociedad paralizada en el tiempo. Por el contrario, es muy dinámica. Hay en ella problemas no resueltos de vieja data y otros nuevos. Es mucho lo que debe hacerse para mejorar las condiciones de vida de la población, pero es una impostura histórica afirmar que nada hemos progresado y nos mantenemos sumergidos en el inmovilismo de los Buendía, condenados a cien años de soledad.



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