Una amiga a la que profeso especial afecto me cuenta que su familia cercana se integra a través de Zoom para rezar la novena de Navidad. Tres generaciones oran unidas para conmemorar el nacimiento del Niño Dios. Los más chicos animan el festejo haciendo sonar maracas, tambores y pitos para acompañar los villancicos y el "Dulce Jesús mío, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto".
Hay un profundo simbolismo de ternura y piedad en la imagen de la Sagrado Familia en el portal de Belén, imagen que se recrea en los pesebres que alegran los hogares y cuya elaboración a menudo convoca a todos sus componentes para que cada uno ponga algo de su parte. Cuando yo era niño, mi tarea consistía en salir a un pinar cercano a recoger musgo, colchón de pobre, cardos y ramas de pino que juntaba en un costal. Claro que los tiempos han cambiado y ya muchos niños no disfrutan de esos goces inocentes. Pero hay un espíritu festivo que sigue entusiasmándolos.
Desafortunadamente, median por lo menos dos circunstancias que han afectado la vigencia de ese espíritu navideño. Una, lo que podríamos llamar la secularización de la Navidad. Otra, la desintegración de la familia.
Para muchos, los festejos navideños han perdido el significado religioso que les dio origen. La tradición que los sustentaba ha cambiado de signo. Sigue siendo una oportunidad para el intercambio de regalos y manifestaciones de afecto, pero sin conexión con el magno acontecimiento que a lo largo de siglos ha sido objeto de su celebración. Diríase que en el fondo se han convertido en una fiesta pagana que no desdeña, como lo ha ordenado acá en Medellín el excéntrico y grotesco alcalde "Pinturita". hacerle sus guiños al Príncipe de las Tinieblas.
Me ha emocionado el ejemplo de unidad familiar de mi carísima amiga. Alguna vez participé del rezo de la Novena en su casa. Es algo de veras edificante. Pero, ¿cuán frecuente es hoy en día?
No creo que ese convite que une jovialmente a tres generaciones siga dándose como en años atrás. Ha corrido mucha agua debajo de los puentes y ya los sentimientos familiares no son los mismos de antes.
Leí ayer en Crisis Magazine que un estudiante fue censurado porque publicó en la cartelera de su colegio católico en Estados Unidos lo siguiente: "Matrimonio tradicional. Dios lo ordena. La Naturaleza lo revela. La Ciencia lo afirma" y "El matrimonio debe reforzarse, no redefinirse" (Vid. https://www.crisismagazine.com/2020/the-coming-tsunami-of-hate-speech-legislation?mc_cid=057f290731&mc_eid=20f0f92007).
Lo que hoy observamos es con deplorable frecuencia el espectáculo de familias desintegradas o, peor aún, "redefinidas", lo que implica una verdadera revolución cultural y, en el fondo, una crisis de civilización.
Vuelvo sobre esa obra maestra de Carle C. Zimerman, "Family and Civilization" (ISI Books, Wilmigton, DEL, 2007), que sostiene con abundante soporte probatorio que el vigor de la Civilización Occidental deriva de la familia monogámica, heterosexual e indisoluble que impuso el Cristianismo. Su erosión ha traído consigo una lenta pero progresiva decadencia en todos los órdenes.
Muchos de los graves problemas que afectan a las sociedades contemporáneas se explican precisamente en función de la crisis de la familia: drogadicción, delincuencia juvenil, desórdenes mentales, violencia doméstica, etc.
Sólo una acción providencial podría modificar el curso de estas deplorables circunstancias. Oremos para que así sea.
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