miércoles, 1 de junio de 2016

Después de mí, el diluvio

Juan Manuel Santos bien podría hacer suya esta expresión que se adjudica al rey Luis XV, pues el legado que dejará a la posteridad su ejercicio presidencial probablemente será calamitoso a más no poder.

En 2010 recibió de manos de Álvaro Uribe Vélez un país esperanzado que, si hubiera mantenido su esfuerzo por doblegar a los grupos guerrilleros, muy probablemente los tendría arrinconados en las selvas o pidiendo que se les diera oportunidad de integrarse a la vida civil. Pero, por motivos que algún día en el futuro identificarán los historiadores, prefirió variar el rumbo para entrar en un proceso de negociaciones que en un escrito anterior he dicho que nos lleva hacia la dimensión desconocida.

Sé de algunas personas, quizás incautas, que piensan que Santos es un audaz estratega que lleva a Colombia hacia la anhelada paz. Pero ya pocos creen en ella, y quienes juzgan a Santos lo creen ora un zoquete tocado de vanidad, ya un infiltrado del "mamertismo" que engañó a sus electores y a punta de traiciones, trampas y mentiras pretende encauzarnos  por la azarosa vía del Socialismo del Siglo XXI. Opino que hay serios indicios de esto último.

Se sabe que Santos les dijo a unos empresarios que, como las Farc llevan medio siglo luchando por controlar el sector rural, hay qué entregarlo a ellas. Según el listado de peticiones de las Farc que Santos les ha concedido o está por otorgarles, que mi amigo Rafael Uribe Uribe ha registrado en su Crónica, el precio de la supuesta paz que se negocia en La Habana es la entrega del agro colombiano.

En ello parece coincidir Jorge Giraldo, un serio articulista de "El Colombiano" que hace poco escribió diciendo que las Farc han abandonado por lo pronto su Plan A de toma del poder por medio de las armas, sustituyéndolo por el Plan B de obtener control territorial a través de la negociación con el gobierno. Pero,  como no han abandonado su tesis de la combinación de las formas de lucha en pro del socialismo, fácil es colegir que el control que se les otorgue del sector rural les servirá de plataforma de lanzamiento para tomarse todo el país.

Me permito volver sobre algo que he dicho en oportunidades anteriores, a saber: es una gravísima irresponsabilidad histórica de parte de Santos y sus colaboradores eso de entregarles a las Farc el control del campo colombiano.

En primer lugar, por la pésima condición humana de sus integrantes. El ideal de buen gobierno en que se escudó Santos para promover sus aspiraciones políticas postula que la conducción de la sociedad la ejerzan los mejores y no los peores. Y los cabecillas de las Farc no son, como ingenuamente lo creen algunos pastores de la Iglesia, ovejas descarriadas, sino lobos ferocísimos cuyo historial los ubica a la par de los más crueles criminales que haya conocido la humanidad en toda su historia. No en vano nuestras comunidades rurales les temen y los odian, pues han sufrido hasta lo indecible sus depredaciones. Son narcotraficantes, son terroristas, son perversos, crueles e inhumanos en extremo. No exhiben otro título para aspirar a gobernarnos que la violencia que  sin contemplaciones han ejercido.

En segundo lugar, si bien dicen inspirarse en ideales de justicia que Santos al parecer les dijo que compartía con ellos, la suya es no solo una ideología obsoleta cuyo fracaso en otras latitudes es inocultable, sino, además, totalitaria y liberticida. Su modelo es el cubano. y, entonces, hay que preguntarse si nuestro pueblo quiere ese modelo que al lado de las privaciones materiales que impone conlleva la pérdida de todas las libertades y, como sucede con todo totalitarismo, según la descripción que del mismo hizo Annah Arendt, también la destrucción del sentido de dignidad humana a través de la abyección.

A los empresarios que apoyan este proceso o, por lo menos, se muestran condescendientes en torno a él, bien cabe preguntarles si las Farc ofrecen un programa convincente de desarrollo rural y, a la postre, de desarrollo de nuestra economía, pues lo que uno advierte de entrada es más bien la posibilidad de desarticulación de todos los sectores, con sus inevitables secuelas de improductividad, falta de abastecimiento, desempleo, destrucción de fuentes de riqueza y pauperización general, que configurarían un marco del todo propicio para los estallidos revolucionarios.

Los estudiosos de los fenómenos históricos y en especial de la acción política, están familiarizados con el concepto de heterotelia, que alude a los efectos contraproducentes de muchas iniciativas colectivas. 

Muchos tememos que los diálogos de La Habana no nos traerán la paz, sino nuevas y letales confrontaciones constitutivas quizás de una auténtica guerra civil, pues el modo como se los ha desarrollado y la forma como pretende imponerse el Acuerdo Final que se proyecta han suscitado un clima deletéreo de animadversión y hostilidad en vastos sectores comunitarios que podría pasar del evento legítimo de Resistencia Civil al de oposición violenta. Ya hay quienes hablan de la necesidad de deponer a Santos mediante un golpe de Estado o de la secesión de vastos territorios para librarlos de la coyunda capitalina.

Otro serio articulista de El Colombiano, Francisco Cortés Rodas, acaba de advertir en un escrito que brilla por su objetividad que las soluciones a los graves problemas que debe afrontar el país y que él enuncia en síntesis admirable, no pasa por el ordenamiento legal, sino por el espíritu público, del que aquel es apenas un instrumento.(Vid. http://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/el-punto-de-no-retorno-sobre-el-acuerdo-final-IF4241129).

Pues bien, ese espíritu público se mueve hoy en un ambiente de agitación que no es propiamente de paz. Ello, debido a que las Farc no han actuado de manera que las haga confiables, pues se comportan como un ejército victorioso que impone sus condiciones a un gobierno claudicante, y a que Santos, en el mejor de los casos, ha decidido inspirarse en la imagen de Chamberlain, en lugar de seguir a Churchill, a quien tanto dice admirar. Pero los colombianos del común ni siquiera lo ven como Chamberlain, cuya figura sigue de cerca a la de Pilato, sino como Judas, el odioso prototipo del traidor.

Este proceso ha ignorado algo esencial, que son las cuatro condiciones morales de la paz a que se refirió en ocasión memorable San Juan Pablo II: Verdad, justicia, amor y libertad.

Al fin y al cabo, Santos y los cabecillas de las Farc han dado muestras inequívocas de amoralidad. y bajo este supuesto, el del desconocimiento rampante del orden moral, no es posible fundar unas condiciones que hagan viable la paz social.




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