lunes, 6 de julio de 2020

Poniendo la otra mejilla

A cada bofetón que le da cualquier juez el gobierno responde diciendo que es respetuoso de la institucionalidad e inclina la cabeza, sin perjuicio de interponer recursos legales cuya resolución probablemente redunde en otra cachetada.

Muchos pensarán que al gobierno le faltan asesores jurídicos competentes y por eso incurre en graves equivocaciones al elaborar sus diferentes medidas.

Sucede, sin embargo, que el derecho entre nosotros se ha convertido en algo totalmente aleatorio, de modo que ningún asesor, por estudioso que sea, está en capacidad de predecir el sentido en que los operadores judiciales se inclinarán para proferir sus fallos.

En rigor, el gobierno que tan humildemente se declara respetuoso de la institucionalidad debería preguntarse si esos operadores judiciales también lo son,  o más bien abusan de sus poderes en virtud de la impunidad que los protege.

So pretexto de exaltar la función de los jueces, en Colombia hemos caído bajo la dictadura de ellos.

Los más desaforados son los integrantes de la Corte Constitucional, a quienes Fernando Londoño Hoyos no cesa de llamar prevaricadores. Y lo son, en efecto. Basta con leer el primer inciso del artículo 241 de la Constitución Política para advertir que ellos lo ignoran de modo rampante.

Dice así: "A la Corte Constitucional se le confía la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución, en los estrictos y precisos términos de este artículo. Con tal fin, cumplirá las siguientes funciones:..."

¿Qué significa eso de estrictos y precisos términos?

Ni más ni menos, que su competencia es de derecho estricto y no la puede ampliar ad libitum, como frecuentemente lo hace al darle órdenes al gobierno, decidir por sí y ante sí sobre el alcance de sus fallos o resolver sobre el contenido de actos legislativos, cuando la Constitución solo la autoriza para pronunciarse sobre vicios de procedimiento en su formación.

Hay un largo historial de atropellos en que ha incurrido la Corte Constitucional, pero se trata de hechos cumplidos, habida consideración de que nadie se atreve a ponerle el cascabel a ese gato para que se ajuste a lo que la Constitución le ordena y se abstenga de obrar con ella como le venga en gana.

Bien recuerdo algo que me dijo sotto voce el presidente López Michelsen en cierta ocasión: "Más daño que la Constitución ha hecho la Corte Constitucional".

La tutela ha abierto, por su parte, toda una tronera de estropicios jurídicos. 

La idea en que se inspira es, desde luego, muy plausible, tal como la define y configura el artículo 86 de la Constitución. Su cometido es la protección de derechos constitucionales fundamentales gravemente amenazados o vulnerados, cuando no haya otro medio de defensa judicial, salvo que se la utilice como mecanismo transitorio para evitar un perjuicio irremediable.

Es clara la relación de la tutela con el habeas corpus o el amparo que existe en otras latitudes. Es un instrumento subsidiario y específicamente pensado para garantizar, como acabo de decirlo, derechos constitucionales fundamentales, que son los inherentes a la dignidad de la persona humana. Sus efectos son rigurosamente inter partes, es decir, entre los titulares que demandan protección y las autoridades llamadas a brindarla mediante actos o abstenciones.

En mis cursos de Teoría Constitucional he llamado la atención sobre figuras proteicas que tienen efecto expansivo similar al de los gases.

Tal acontece con la acción de tutela, que en la práctica ha llegado a cubrir no solo derechos constitucionales fundamentales, sino toda clase de situaciones jurídicas, incluidas las que una sana y añeja doctrina consideraba como legales y reglamentarias. 

¿En qué país del mundo se considera que las funciones de los congresistas entrañan derechos constitucionales fundamentales, inherentes a la dignidad de la persona humana y no otros? El ensanchamiento de esta categoría jurídica ha conducido a que por la vía de la tutela las funciones públicas se considere que son propias de las personas que las ejercen y no de los oficios para los cuales se han asignado. Es, a no dudarlo, un retorno al Estado patrimonial, en el que cada situación jurídica se considera como de propiedad de su titular.

Lo que acaba de hacer el Tribunal Administrativo de Cundinamarca respecto de los asesores militares norteamericanos es insólito a más no poder, pues parte de la base de que los congresistas que incoaron la tutela gozan del derecho constitucional fundamental a votar positiva o negativamente la autorización para la permanencia y actuación de aquéllos en el territorio nacional.

La tutela de las canas embravecidas es otro exabrupto. La restricción de movilidad de nosotros los septuagenarios para protegernos del coronavirus es una medida de alta policía que se ordenó mediante decreto legislativo de emergencia social. Su justificación parte de unas consideraciones de hecho bastante complejas que no son susceptibles de ponderarse adecuadamente mediante el procedimiento sumario de la tutela. Además, el decreto que la impuso está sujeto al control automático de constitucionalidad por parte de la Corte Constitucional y no es lógico que un juez de tutela invada la competencia de aquélla para pronunciarse sobre su contenido.

Lo del glifosfato es, en fin, muestra fehaciente de cómo la institucionalidad se ha visto herida de muerte por los abusos de la Corte Constitucional. 

Es bien sabido que el problema más grave que padece Colombia hoy por hoy es el de los cultivos de coca. Bien sabido es también que el remedio más eficaz y quizás el único para controlarlos es la aspersión de glifosfato por vía aérea sobre los mismos.  Pero ese remedio no se puede aplicar porque en virtud de tutela interpuesta por un personero municipal del Chocó a la Corte Constitucional le dio por inventar unos requisitos para llevarla a cabo y obligatorios para todo el territorio nacional. Si el procedimiento de la tutela es sumario, como lo señala la Constitución, ¿qué debate de fondo pudo haberse dado sobre esos requisitos, de suerte que se contase con los elementos de juicio necesarios para ponderar la decisión? 

Acá la Corte también decidió por sí y ante sí, como si de un ukase imperial se tratara.

Reitero lo que he venido sosteniendo desde hace varios años en este blog: en Colombia ya no hay Estado de Derecho, sino un régimen de facto que se reviste de un ropaje institucional que disfraza la dictadura de los jueces.





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