Ahora tiempos las páginas sociales registraban la llegada de nuevos miembros a las familias distinguidas con escritos tales como "está de plácemes el hogar de ... y ... con el nacimiento de un (a) precioso (a) chiquillo (a) que llevará por nombre ...."
En condiciones normales, desde que se acredita el embarazo surge una serie de emociones positivas acerca del que está por venir. Y cuando nace, la alegría invade a la familia. Todos tienen que ver con el recién nacido, al que colman de mimos y de regalos.
Son sentimientos naturales que no tienen otra explicación que el encanto de la vida, su valor supremo. Las inquietudes sobre lo que le espera en el porvenir quedan para después. Por lo pronto, lo que se experimenta es la felicidad. O como dice el título de una exquisita y edificante película italiana, la sensación de que la vida es bella.
Digo que esto ocurre en situaciones normales, porque hay embarazos y nacimientos que suceden en medio de circunstancias difíciles respecto de las cuáles la caridad aconseja comprensión por los dramas de conciencia que ahí se involucran.
Además, en los tiempos que corren ha venido imponiéndose una feroz tendencia refractaria a la vida y los valores que la misma entraña. Es lo que la Iglesia ha denominado con acierto una cultura de la muerte, que podría también llamarse de la no vida, que promueve la contracepción, el aborto, la eutanasia y una drástica reducción de la población humana, a veces so pretexto de la dignidad y otras dizque para garantizar su supervivencia, según predican ecologistas radicales como quien gobierna hoy a Colombia.
Estamos hoy en vísperas de la Navidad y es oportuno reflexionar sobre su profundo significado espiritual. Es cierto que la evolución de las costumbres conlleva el deterioro de dicho significado, hasta el punto de hacer de ella una festividad casi pagana, por no decir que del todo ya lo es. Pero queda todavía un trasfondo destacable que toca con la exaltación de la familia. Para muchos que han perdido la fe, la Navidad sigue siendo un momento de unidad familiar y, en especial, de gozo para la infancia.
Por obra de ideologías perversas que han invadido la cultura en los tiempos que corren, la familia ha entrado en una crisis de tal gravedad que amenaza la estructura misma de la civilización de más de mil quinientos años en que nos hemos formado. Y los niños son las grandes víctimas de tamaño desquiciamiento institucional. Los depravados que cumplen el papel de "maîtres à penser" quieren destruir su inocencia y de ese modo la calidad de sus vidas con iniciativas como la muy corrupta sobre educación sexual que se tramita hoy en el congreso. Al fin y al cabo, estamos en manos de malandrines o, cuando menos, de fronterizos del delito.
La Navidad que celebramos los cristianos apunta hacia un misterio insondable: la decisión amorosa de Dios de hacerse humano para ofrecernos la redención y la salvación en el más allá.
El Niño cuyo nacimiento en Belén nos llena de alegría nos trae promesas de vida digna acá y de beatitud eterna allá. Si no hubiera venido al mundo, ¿cuál habría sido nuestro destino? El mundo clásico es ideal para una minoría que disfruta leyendo ese estupendo libro de Irene Vallejo que titula "El Universo en un Junco". No lo es para la inmensa masa de desposeídos. Los apologistas de la vida salvaje, tales como los indigenistas y los devotos de las negritudes, ¿estarían hoy en mejores condiciones bajo la férula de los caciques tribales?
La deuda de nuestra civilización y, desde luego, de nuestra calidad de vida, para con el cristianismo es invaluable. Al Niño cuyo nacimiento celebraremos mañana le debemos lo mejor de lo que disfrutamos. Por eso nos regocijamos, celebramos y cantamos esos fervorosos y cándidos villancicos que animan estas festividades. Le decimos: "Ven a nuestras almas; ven, no tardes tanto"
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