Los delirios extravagantes del que en mala hora nos desgobierna suscitan descrédito para la izquierda, la democracia y nuestra patria colombiana.
Hay una izquierda seria a la que la civilización política le debe mucho, pues gracias a ella ha mejorado la suerte de millones de personas desfavorecidas por la fortuna. No hay que satanizar a la izquierda per se. La que debe combatirse es la izquierda extremista y demagógica, que se identifica con el populismo, tal como la predica el espurio e indigno habitante actual de la Casa de Nariño, que es un comunista recalcitrante que engaña cobijándose bajo el manto de la socialdemocracia, a la que su maestro Lenin combatía inmisericordemente.
Por supuesto que, como sucede con toda fórmula política, no todo en la socialdemocracia es digno de encomio. Obran en ella tendencias que deben considerarse con cautela, pues llevadas al extremo son muy perjudiciales.
En Europa occidental la democracia cristiana sirvió de contrapeso para evitar esos excesos. La paz social que reinó después de la Segunda Guerra Mundial en esos países se obtuvo por la acción combinada de esas dos grandes corrientes políticas, que mantuvieron el acuerdo sobre lo fundamental que reclamaba para nosotros el malogrado Álvaro Gómez. Habiendo buena voluntad, de la que están exentos los sectarismos de todo pelambre, resulta posible hallar concordancias entre los distintos sectores sociales para satisfacer las demandas populares. Así, las reformas en lo laboral, lo pensional, la salud, lo agrario y otras más que se consideran necesarias para nuestra sociedad podrían haberse concertado si de parte del desgobierno actual hubiese habido apertura al diálogo razonable, en lugar de confiarle la interlocución a unos ministros comunistas prisioneros de sus prejuicios ideológicos.
Que a la presidencia haya llegado un personaje de la torva calaña de quien hoy la ocupa pone de manifiesto una aguda crisis de nuestra democracia. Un argumento clásico contra el sistema democrático señala que en él reina la tendencia a nivelar por lo bajo la calidad de los llamados a ejercer el gobierno. Los desaciertos del desgobierno actual parecen darles la razón a esos críticos, que olvidan que ningún otro sistema garantiza que se elija a los mejores. Para que funcione correctamente, la democracia necesita filtros que encaucen sus tendencias en procura del bien común. Por ejemplo, el sistema de partidos, que entre nosotros ha degenerado en empresas electorales puestas al servicio de apetitos personales, bien concebido favorece la elección de los más aptos para el ejercicio del gobierno.
El tiranuelo que mal lleva las riendas del gobierno profesa una torpe concepción de la democracia que he tildado en varias ocasiones de tumultuaria. Para él, el pueblo no se manifiesta en el ejercicio sosegado de una racionalidad individual debidamente informada y estructurada, sino en las manifestaciones emocionales y apasionadas de las muchedumbres reducidas al estado de masas. Olvida que la voluntad popular, esa voluntad general de que hablaba Rousseau, es una peligrosa entelequia que suele derivar en el totalitarismo. En rigor, esa voluntad se forma a través del diálogo entre sectores sociales significativos, tal como se da en los parlamentos o congresos que ese tiranuelo dice no necesitar.
En fin, como lo dijo hace algún tiempo Vicky Dávila, ese tiranuelo es una vergüenza para Colombia. Agrego que es algo peor: una desgracia. Sus exabruptos nos han convertido en el hazmerreir del mundo civilizado. En el exterior se burlan de nosotros y con sobra de buenos motivos.
Gaitán proclamó en su momento la consigna de la restauración moral de la república. Hoy, más que nunca antes, es el programa que hay que seguir para que salgamos del cenagal en que nos está sumiendo el orate que nos desgobierna.
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