sábado, 24 de julio de 2021

Con licencia para matar

El artículo 214 de la Constitución Política le confiere a la Corte Constitucional la guarda de su integridad y supremacía "en los estrictos y precisos términos" que el mismo artículo detalla.

Sus magistrados, al tomar posesión de sus cargos, juran solemnemente cumplir con lealtad la Constitución y las Leyes de la República, o sea, ante todo este artículo 214, que detalla su competencia. Pero, al tenor de muchos de sus fallos, al parecer lo olvidan o lo desconocen a sabiendas. No sólo incumplen el juramento que han prestado, sino que se zambullen en el Código Penal, que consagra como delitos el prevaricato, el abuso de autoridad, la usurpación de funciones públicas y otras conductas similares.

En parte alguna del artículo en mención queda margen alguno para pensar que la Corte Constitucional puede emitir órdenes específicas para el Congreso, el Presidente u otras autoridades, y muchísimo menos para sustituírlos en sus funciones. La Corte se pronuncia mediante fallos de exequibilidad o inexequibilidad de las disposiciones que son demandables ante ella y de las que están sujetas al control automático de constitucionalidad, así como a través de la revisión de fallos de tutela emitidos por autoridades judiciales. No le está permitido suplir al Congreso ni al Gobierno en lo de sus competencias normativas, ni darles órdenes para que se ocupen de materias sobre las que considere que haya vacíos normativos.

Por supuesto, ni el Congreso ni el Gobierno están obligados a atender esas órdenes espurias y si las invocan dizque para cumplirlas incurren en irregularidades censurables.

Es lo que ha sucedido con el tema de la eutanasia, que un magistrado réprobo introdujo como novedad supuestamente progresista en la jurisprudencia constitucional, y ha derivado en la Resolución 971 del año en curso, expedida por el ministerio de Salud y Protección Social , dizque para hacer efectivo el derecho a morir con dignidad a través de la eutanasia, según lo dispuesto en las sentencias C-239 de 1997, T-970 de 2014 y T-423 de 2017, así como en desarrollo del artículo 19 de la Ley 1751 de 2015 (vid. https://consultorsalud.com/wp-content/uploads/2021/07/Resolucion-No.-971-de-2021.pdf).

Según la resolución en comento, la licencia para matar se confiere a comités científicos- interdisciplinarios para el derecho a morir con dignidad a través de la eutanasia, integrados por médicos, abogados y psiquiatras o psicólogos clínicos en las IPS.

Los procedimientos letales que autoricen los comités quedan excluídos del Código Penal. No se consideran ni siquiera homicidios piadosos.

Es difícil conciliar estas iniciativas con la invocación de Dios que obra en el preámbulo y la tajante disposición del artículo 11 de la Constitución Política, que declara que "el derecho a la vida es inviolable". Mal puede justificárselas, además, aduciendo la dignidad intrínseca de la persona humana que consagra ab initio en su preámbulo la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la ONU en 1948.

Si bien nuestra Constitución no consagra una religión oficial, no por ello puede considerársela atea e irreligiosa. Si se la expidió invocando la protección de Dios, fue por y para algo, específicamente con miras a precaver la intrusión de tendencias en boga en el pensamiento político-jurídico de los tiempos que corren que parten de la premisa de la muerte de Dios. Y si Dios está presente en el preámbulo de la Constitución, es para identificar un fundamento supremo de nuestro ordenamiento estatal, un referente metafísico y ético que ponga coto a las extralimitaciones de los gobernantes, que si prescinden de la idea de que deben responder ante nuestro Supremo Hacedor por sus acciones, fácilmente se sentirán inclinados a pensar que para ellos, dado el poder de que gozan, todo es posible. 

Sobre la eutanasia caben muchas discusiones que se han suscitado, entre otras cosas, por el modo como se la está aplicando en Bélgica y Holanda, países que la han liderado. Hasta ahora el Derecho Penal la ha encuadrado dentro de la figura del homicidio piadoso, tratándola con cierta laxitud. Pero dar el paso de consagrarla como derecho fundamental emanado de la dignidad intrínseca de la persona humana es un abuso conceptual inadmisible, una perversión de ese principio cardinal de la ética y la juridicidad.

Al igual que muchas nociones que han hecho carrera en el lenguaje corriente, la de dignidad humana ha experimentado una perniciosa devaluación que ignora su raigambre cristiana. Aunque la idea aparece en pensadores de la Antigüedad clásica, fue el cristianismo el que la diseñó con plena nitidez. Así, en los Evangelios, en las Epístolas, en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, en la Escolástica y, en general en el magisterio eclesiástico, sin olvidar textos claves del Antiguo Testamento, la idea de nuestra filiación divina y nuestro destino eterno confiere valor supremo a la persona humana. Kant pretendió desacralizarlo afirmando que mientras todas las cosas tienen precio, el ser humano posee dignidad, dado que aquéllas están sometidas a leyes naturales, mientras que nosotros somos racionales y libres, por lo que podemos identificar y elegir nuestros propios fines. Pero la racionalidad y la libertad son atributos que nos vienen de Dios. Hoy, precisamente, encontré una profunda afirmación del célebre padre Pouget, según la cual la libertad es el poder de llegar a ser todo aquello que debemos ser (vid. http://mounier.es/revista/pdfs/056047052.pdf). El ejercicio digno de nuestra libertad nos conduce hacia Dios; mal puede alejarnos de Él y ponernos en su contra.

Muchos ignoran, y conviene recordárselo, que el reconocimiento de la dignidad intrínseca de los seres humanos que postula la Declaración de la ONU es obra de la influencia del pensamiento católico y en buena medida de Jacques Maritain, según lo evidencia el luminoso ensayo de Mary Ann Glendon que lleva por título "The Influence of Catholic Social Doctrine on Human Rights" (vid. http://www.pass.va/content/dam/scienzesociali/pdf/acta15/acta15-glendon.pdf.)

Los argumentos que se aducen en pro de la eutanasia parten de la base de que los sufrimientos físicos y morales lesionan la dignidad humana. Para garantizarla, habría que ponerles término acudiendo a la muerte, que evidentemente da fin a la existencia terrena, pero nos pone en contacto con un profundo misterio, el del Más-Allá. Los ateos que controlan las Cortes de Justicia y las altas instancias gubernamentales obran como si para nosotros todo finiquitara con la muerte, que nos arrojaría a la nada de donde creen que venimos. Pero, ¿si no fuera así?

Ellos niegan la trascendencia del espíritu humano, ignoran las leyes que determinan su dinamismo. No saben, por consiguiente, que nuestro crecimiento espiritual se nutre del dolor. "No se llega al Cielo sin haber sufrido", decía ese profundo conocedor de la naturaleza humana que fue San Pío de Pietrelcina. El sufrimiento no es sólo condición de la realidad humana, sino el crisol que aquilata nuestra perfección, nos hace mejores y nos eleva hacia las esferas celestes. De ello dan testimonio muchas vidas ejemplares. Mejor dicho, de ello nos dio los mejores ejemplos nuestro Divino Redentor.

Por supuesto que si alguien no quiere seguirlos y opta por apresurar la muerte, retando a Dios,  no cabe impedírselo. Pero cosa distinta es afirmar que le asiste un derecho fundamental para que la autoridad pública facilite y hasta estimule que lo maten. Esos comités que prevé la resolución en comento, no serán muy distintos del Comité de Salud Pública que bajo las órdenes del funesto Robespierre ponían en funcionamiento la guillotina.

Se sabe de casos estremecedores de moribundos que reúnen a sus familiares más cercanos para que presencien el momento en que el médico que desafía su juramento hipocrático aplica la inyección letal que lanza a su alma muy probablemente a lo que un tangazo digno de la pluma de Dante denomina "la triste región sombría", en la que quienes entran deben abandonar toda esperanza. 

Hay una película canadiense, "Los Nuevos Bárbaros", que ilustra sobre ese macabro festín. Ella lo aprueba, lo celebra, pero el título que se eligió bien le cabe: es la barbarie la que se aproxima con la eclosión de lo que la Iglesia acertadamente ha denunciado como la Cultura de la Muerte.




jueves, 22 de julio de 2021

Jean Guitton y su Testamento Filosófico

Jean Guitton (1901-1999) fue uno de los pensadores franceses más interesantes del siglo XX. Él mismo decía que era el último de los pensadores católicos en su país. Hizo parte, en efecto, de una pléyade intelectual que agrupó a personajes de la talla de León Bloy, Charles Péguy, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Maurice Blondel, Francois Mauriac, Emmanuel Mounier, Paul Claudel, Georges Bernanos, Gabriel Marcel, Claude Tresmontant, Michel Villey, Olivier Messiaen  y otros más que dieron a través de sus creaciones testimonio vivo de su fe católica.

Guitton se formó en la escuela laica que impuso la III República, hizo sus estudios de Filosofía en la Normal Superior, ascendió en su carrera de profesor desde los liceos y las universidades provinciales hasta llegar a la Sorbona, la Academia Francesa y el Instituto. Estuvo preso durante la guerra en una cárcel alemana. El presidente Mitterrand lo distinguió con la Legión de Honor. El papa Pablo VI, de cuya amistad íntima gozó, lo invitó a participar en el Concilio Vaticano II. Disfrutó de la cercanía de Bergson, del que fue no sólo discípulo, sino ejecutor testamentario, encargado de la custodia de sus escritos. Publicó 54 libros, el más importante, a su juicio, "La Existencia Temporal", que leí en mi juventud, y el más exitoso, "Dios y la Ciencia", amén de unos 300 opúsculos. Pasó la vida pensando, escribiendo, enseñando y dando testimonio de su fe. Se distinguió, además, como pintor.

Pues bien, a la edad de 96 años, con ciertos impedimentos físicos, pero dueño de una envidiable lucidez intelectual, dio a la luz "Mon Testament Philosophique" (Presses de la Renaissance, París, 1997), en  el que nos brinda sus ideas fundamentales, no en forma de ensayo, sino diríase que novelada, en un relato no exento de gracia que anticipa sus horas finales, su muerte, sus exequias y su comparecencia  ante el Supremo Juez, y en el que van desfilando como visitantes y testigos el Maligno, Pascal, Bergson, Pablo VI, el Greco, Senghor, De Gaulle, Sócrates, Blondel, Dante, Santa Teresa de Lisieux y Mitterrand.

La descripción de esos encuentros es exquisita. 

La inesperada visita del Maligno lo tienta con la duda, que estimula el uso de razón. Sí, he dudado, le dice Guitton, pero dudo de mi duda. Es un episodio que trae a la memoria el del tercer tentador de "Asesinato en la Catedral", de Eliot, que le ofrece a Beckett la corona del martirio, a lo que el Arzobispo responde de modo desafiante:"¿Quién eres tú, que me tientas con mis propios deseos?"

Con Pascal dialoga acerca de la naturaleza y las modalidades de la religión, así como sobre su creencia en Dios. El punto de partida es la convicción que todos abrigamos sobre el Absoluto, que puede ser concebido como impersonal, según lo postula el panteísmo, o personal, como lo creemos los teístas. El desarrollo de su pensamiento es análogo al que ofrece Claude Tresmontant en "Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios", que parte de la distinción entre el Ser Necesario y el Ser Contingente, para llegar a la conclusión de que ninguno de los sustitutos que urdimos para negar a Dios está dotado de la cualidad de que no puede no ser.

Con otros visitantes dialoga sobre por qué es cristiano y, en particular, católico. Es precioso su diálogo imaginario con Bergson, que a la argumentación del moribundo Guitton sobre los milagros, le responde: los dos grandes milagros son las apariciones del amor y el perdón "dans ce monde glacé" (p. 69).

Esos diálogos imaginarios versan sobre diversos tópicos que atrajeron las inquietudes intelectuales de Guitton. Destaco el diálogo final con Mitterrand, que quizás sea, como los diálogos con Pablo VI que leí hace poco, fiel reconstrucción de un intercambio  efectivo de opiniones sobre la libertad, la moralidad, la vocación,  el destino, el infierno. Mitterrand tuvo una formación católica que después abandonó, como tantos otros. Pero al final de su vida, aquejado por un cáncer terminal, se acercó a la imagen de Santa Teresa de Lisieux, la que conocemos como Santa Teresita del Niño Jesús, en la que encontró apoyo para entregar su alma al Creador. Los dos, Santa Teresita y el Presidente, comparecen como testigos en  el juicio que imagina Guitton que definiría la suerte de su alma para toda la eternidad.

La eternidad y la temporalidad, que fueron dos de los grandes temas que abordó a través de su fecunda vida intelectual que se nutrió de las enseñanzas de Platón, Aristóteles, Plotino, Pascal, Bergson, y, sobre todo, San Agustín.



jueves, 8 de julio de 2021

Falsas Promesas

El pensamiento político está plagado de mitologías. Una de las más arraigadas postula la superioridad moral del socialismo. Los hechos históricos la han desmentido hasta la saciedad, pero sigue haciendo estragos en los espíritus idealistas de los jóvenes, en las aspiraciones místicas de no pocos religiosos, en las entrañas de masas irredentas.

Los promotores del mito socialista anuncian que con el régimen que aplauden habrá un nuevo hombre despojado de sus lastres individualistas y entregado a la edificación de una sociedad justa en la que imperen la solidaridad y la igualdad, a partir de las cuáles el ser humano podrá gozar de la verdadera libertad fundada en su completa emancipación de toda suerte de necesidades. Lo dijo Marx: se pasará del Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad; cada uno aportará al producto social según sus capacidades y recibirá según sus necesidades.

A partir de la Revolución Soviética se desplegó con fervor religioso una mística: la edificación del socialismo sobre las ruinas del viejo orden, fuese el burgués o cualquiera otro.

Pues bien, George Orwell, que en su juventud abrazó tan fervorosos ideales, que lo llevaron a vincularse a las fuerzas republicanas en la Guerra Civil Española, sufrió tales desengaños, sobre todo al ver el comportamiento de los comunistas y enterarse luego de la realidad de la Unión Soviética bajo el gobierno de Stalin, que se atrevió a escribir uno de los textos fundamentales de denuncia de del mito socialista: "La Granja de los Animales", que puede descargarse pulsando en http://www.librosmaravillosos.com/lagranja/pdf/La%20Granja%20de%20los%20Animales%20-%20George%20Orwell.pdf.

Ahí enuncia el famoso lema que después desarrollaría Milovan Djilas en "La Nueva Clase": "Todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros". Pulse acá para descargar el libro de Djilas: https://pdfslide.net/download/link/djilas-nueva-clase

Orwell profundizó su visión sobre el sistema totalitario que impuso el régimen soviético en su novela de anticipación "1984", que es una de las obras cumbres de la literatura política del siglo pasado: (Vid. https://portalacademico.cch.unam.mx/materiales/al/cont/tall/tlriid/tlriid4/circuloLectores/docs/Orwell1984.pdf).

El socialismo, llevado al extremo, es liberticida y totalitario. Su implantación no trae consigo el reinado de los mejores, los más generosos, los más desprendidos, los más solidarios. Más bien, exalta a los peores.

Hace unos años sufrí una grave dolencia en la columna vertebral y me puse en manos de una terapeuta rusa que en 16  sesiones resolvió mi problema. Me aplicaba técnicas de digitopuntura que aprendió en China. Y en cada sesión de cerca de una hora conversábamos o, mejor dicho, yo le seguía la corriente. Ya había caído el régimen comunista en su país y me contaba que allá sucedió lo que ocurre en una cisterna con aguas estancadas: la basura salió a flote.

En "El fin del <Homo Sovieticus>", Svetlana Aleksiévich ilustra sobre lo que quedó de ideal del nuevo hombre que debía resultar de la edificación del socialismo. Se aplicó a narrar las microhistorias de una gran utopía, dándoles voz, como dice la presentación del libro, a cientos de damnificados: "a los humillados y a los ofendidos, a madres deportadas con sus hijos, a estalinistas irredentos a pesar del Gulag, a entusiastas de la perestroika anonadados ante el triunfo del capitalismo, a ciudadanos que plantan cara a la instauración de nuevas dictaduras..." (Vid. https://www.scribd.com/document/425865205/El-fin-del-Homo-sovieticus-Svetlana-Aleksievich-pdf)

Annah Arendt mostró que uno de los efectos más deplorables del régimen totalitario es la destrucción de la identidad personal. No es la transformación del individuo en una entidad moralmente superior, sino su esclavización, su completa alienación, su desintegración. Así ocurrió bajo el nazismo y también en los regímenes comunistas. 

Las consecuencias las estamos viendo en Cuba, en Venezuela, Corea del Norte y doquiera se instaure ese fantasma que según Marx y Engels recorría Europa a mediados del siglo XIX (vid.http://www.ula.ve/ciencias-juridicas-politicas/images/NuevaWeb/Material_Didactico/MarcosRosales/MarcosRosales/dictaduraliteratura/Arendt-Hannah-Los-Origenes-Del-Totalitarismo.pdf).

La "Colombia Humana" que nos ofrece el depravado Petro se pone de manifiesto con ominosa elocuencia en los vándalos de la "Primera Línea", que siguen los pasos de los monstruos del M-19, las Farc, el Eln y tantos otros asesinos que pueblan la historia de los movimientos comunistas en nuestro país. Eduardo Mackenzie ilustra con lujo de detalles esa trayectoria criminal en "Las Farc: la derrota de un terrorismo" (vid. http://freepdf.info/index.php?q=Eduardo+Mackenzie).

Las alternativas para Colombia en el proceso electoral venidero son simples, pero de profundas consecuencias: o se vota por la continuidad de una democracia liberal, todo lo defectuosa que parezca, o pr la instauración de un régimen totalitario y liberticida que siga los modelos de Cuba y Venezuela.




sábado, 3 de julio de 2021

Una casa en el aire

Hace 30 años, cuando se expidió el Código Funesto que ahora nos rige a modo de Constitución Política, afirmé que parecía una casa en el aire, propia de las repúblicas aéreas que fustigó el Libertador en su discurso ante el Congreso de Angostura.

Creo que el desarrollo de los acontecimientos me ha dado la razón.

Nuestra Carta Política surgió de una seguidilla de golpes contra la Constitución que la precedió. Su origen es oscuro: un acuerdo secreto con el M-19, otro inconfesable con los narcos para prohibir la extradición. Se propuso alcanzar la paz, combatir la corrupción política, poner al orden del día la institucionalidad, profundizar la democracia, debilitar el presidencialismo, dispersar el poder político, consagrar derechos a granel, etc. Como lo manifesté en su oportunidad, todos los sueños de este desventurado país hallaron acomodo en un texto que hubo de promulgarse con fe de erratas y está hoy plagado de remiendos.

De hecho, a partir del robo del plebiscito que perpetró Juan Manuel Santos con la complicidad del Congreso y la Corte Constitucional, el flamante Estado Social de Derecho  consagrado en la Constitución dejó de existir. Lo que en rigor funge como tal es un cascarón elástico que la Corte Constitucional y las autoridades judiciales manejan a su guisa, estirándolo o concentrándolo según sus preferencias políticas ocasionales.

"De qué sirven las vanas leyes, si las costumbres fallan", exclamaba con pesar Horacio al comienzo de nuestra era. No podemos desconocer el idealismo de los autores de la Constitución, ni sus buenas intenciones, pero se dejaron llevar por sus delirios, su novelería, su espíritu de imitación y hasta su inocencia o su ignorancia, desconociendo, como alguien apuntó, que no estaban legislando para  Dinamarca, sino para Cundinamarca.

Cada vez estoy más convencido de algo que reiteradamente les decía a mis discípulos en los cursos de Teoría Constitucional: el sustrato de la Constitución es la cultura jurídica. Y la nuestra deja muchísimo que desear.

Solía observarles que en Inglaterra no existe una Carta de Derechos tan prolija como la nuestra, para luego preguntarles: ¿dónde hay mejores garantías para los derechos, allá o aquí? Acá exaltamos la figura del juez otorgándole los poderes amplísimos que prevé la acción de tutela, olvidando que sobre el juez británico pesa una tradición de mil años y nosotros creemos estar descubriendo los derechos.

La Constitución no trajo consigo la paz, ni le puso coto al narcotráfico, ni mejoró las costumbres políticas, ni frenó la corrupción, ni hizo más transparentes los procesos políticos. Hoy estamos en condiciones peores a las de hace 30 años y no contamos con autoridades capaces de garantizar la conservación del orden público y restaurarlo cuando fuere turbado. Como lo manifestó hace unos días Néstor Humberto Martínez, lo que diseñaron los constituyentes de 1991 fue un ejecutivo eunuco, cuya debilidad es hoy patente.

¿Pensaron ellos en que llegaría el momento en que unos alcaldes se pusieran del lado de la subversión y desafiaran al Presidente para enervarlo en el cumplimiento del principal de sus deberes constitucionales?

Dije en su momento que la Constitución traería consigo una crisis fiscal inmanejable, tal como lo estamos padeciendo ahora con un gasto público desbordado que debe sufragar el costo de una burocracia voraz e ineficiente. No critico la idea de la acción social del Estado, que es indispensable pera mejorar la calidad de vida de las capas más desprotegidas de la población, pero sí señalo que, en general, en cada iniciativa suele medrar una ominosa cuota de corrupción.

¿Qué hacer? No lo tengo claro. Sólo pienso en lo que dijo Rafael Núñez hace siglo y medio: "Regeneración fundamental o catástrofe"