lunes, 22 de abril de 2019

Paz a los hombres de buena voluntad

En política, al igual que en muchas otras esferas de la acción humana, esta se juzga más por los resultados que por las intenciones.

Partamos de la base de que Juan Manuel Santos estuvo animado de las mejores intenciones al emprender como presidente de los colombianos lo que ahora llama en un libro que acaba de publicar la batalla por la paz.

Logró, es cierto, firmar un acuerdo con las Farc y algunos resultados aparentemente satisfactorios, tales como la desmovilización de varios de sus frentes, la reinserción de un número aún no bien establecido de guerrilleros a la vida civil, la conversión de las Farc en partido político, la entrega parcial de armamento y bienes de esa colectividad subversiva, y otros más.

Pero los aspectos negativos de la empresa política de que se ufana quizás contrarresten los positivos.

Lo más contundente es lo que José Alvear Sanín llama el entramado del narcoestado (vid. http://www.lalinternaazul.info/2019/04/22/el-entramado-del-narcoestado/). Con probablemente 250.000 hectáreas de cultivos de coca, que crecieron en forma acelerada a lo largo del proceso de negociaciones con las Farc, nos convertimos en el primer productor mundial de cocaína. El legado más nítido de Santos es ese: nos dejó convertidos en un narcoestado.

El conflicto armado cesó con parte de las Farc, no con todos sus efectivos. Y, según la Cruz Roja, en Colombia persisten al menos cinco conflictos armados internos: con el ELN, con el EPL, con las Autodefensas Gaitanistas, con los disidentes de las Farc y el conflicto entre el ELN y el EPL (Vid. https://www.aa.com.tr/es/mundo/cruz-roja-asegura-que-en-colombia-persisten-cinco-conflictos-armados-internos/1432953).

En realidad, la lista podría ampliarse, pues ya se habla de que los narcotraficantes mexicanos y los brasileños se preparan a entrar en la liza para obtener el control del jugoso negocio de la droga, que no solo se nutre de la demanda exterior, sino también del consumo interno. A alguien le oí decir en estos días que en cada cabecera municipal hay por lo menos una "olla". Basta con considerar la incontenible violencia que azota al Valle de Aburrá para darse cuenta de la magnitud del problema.

El presidente Trump quizás se refirió hace poco en términos desconsiderados a su colega Duque, pero no se le puede negar que tenía toda la razón: la droga sigue llegando al mercado norteamericano en cantidades superiores a las de antes. Ello, porque nuestro gobierno tiene las manos atadas para controlar efectivamente su producción. Lo ata el NAF, como también un fallo sospechoso de la Corte Constitucional, fuera de las limitaciones inherentes a su propósito de instaurar el imperio de la ley en un territorio tan extenso y difícil como es el nuestro, así como en una población tan heterogénea y refractaria a las normatividades que lo habita.

Para suscribir el NAF y ponerlo en vigencia, Santos se llevó de calle nada menos que la institucionalidad. En rigor, socavó la Constitución y perpetró no uno sino varios golpes de Estado en contra suya. 

Lo más grave fue que perdió de vista los presupuestos morales de la edificación de la paz y dejó una opinión ásperamente dividida en torno de ese noble propósito. 

La idea de cumplir sin modificación alguna lo que se estipuló con las Farc suscitará nuevos y quizás más hondos conflictos en la sociedad colombiana, como ya se está viendo con la impunidad que la JEP cree garantizar para sus crímenes atroces.

El llamado Himno de los Ángeles, en el que estos celebran el nacimiento del Hijo de Dios (Lc. 2,14), vincula la idea de la paz con la de buena voluntad:"Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad".

Dejando de lado las discusiones filosóficas sobre el contenido y el alcance de este concepto, hay que admitir que sin buena fe, sin espíritu de justicia, sin lealtad de las partes, sin el propósito de llegar a acuerdos que en lo fundamental sean aceptables para todas ellas, la paz es ilusoria. 

Un sector considerable de la opinión pública colombiana cree que el NAF no es un acuerdo de paz, sino una claudicación de las autoridades  frente a un grupo criminal que pretende obtener el poder para instaurar un régimen totalitario y liberticida entre nosotros.

El modo como han obrado las Farc no contribuye a despejar esa creencia, pues insisten en su adhesión a los postulados del marxismo-leninismo y su carácter de organización revolucionaria. ¿Es posible entonces un acuerdo sobre lo fundamental con quienes de entrada niegan los principios de la democracia pluralista y afirman su propósito de destruirla, así sea por vías aparentemente legales?

Habla la prensa sobre un gran número de colombianos que están pidiendo nacionalidad o residencia en el exterior, por miedo a que este gobierno fracase y en 2022 gane las elecciones un candidato como Petro. Hay, en efecto, miedo en muchos sectores de la población, y ello no es positivo. Del miedo se siguen, como lo muestra elocuentemente la historia, muchas calamidades. 

Lo que se requiere hoy es un acuerdo que suscite la esperanza en el ánimo de los colombianos. Para lograrlo, hay que superar el sectarismo ideológico que domina a las Farc, su revanchismo, su idea delirante de refundar a Colombia, su insistencia en que se les garantice la impunidad por todo lo que hicieron, su propósito de persistir en el abominable negocio del narcotráfico, etc. Solo si de parte de las Farc se producen gestos generosos podrán sus dirigentes esperar lo mismo de quienes hoy les temen y hasta los odian.

Buena voluntad, en síntesis, es lo que debe animar a los protagonistas de la política para que reine la convivencia civilizada entre nosotros. Vuelvo sobre un tópico que traté en pasada oportunidad: el nuestro es, en el fondo, un problema de civilización. Si no nos ponemos de acuerdo para resolverlo, continuaremos sumidos en la barbarie.

miércoles, 17 de abril de 2019

Semana de reflexión

Estos días que conmemoran la pasión, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo invitan a reflexionar sobre su significado para la historia de la humanidad, la vida de las sociedades y la experiencia personal de cada uno de nosotros.

Si verdaderamente era el Hijo de Dios que vino al mundo para dar testimonio del amor del Padre, liberarnos de la opresión del pecado y enseñarnos un camino cierto de vida eterna, no cabe duda de que se trata del personaje y los acontecimientos más importantes de la historia, y así lo hemos creído sus fieles a lo largo de casi dos mil años en todas las latitudes.

Pero suponiendo que era apenas un iluminado que, al igual que otros muy significativos, ofreció unas enseñanzas, dio unos testimonios de vida e inició un muy influyente movimiento religioso que se ha extendido por todo el mundo, su dimensión histórica no podría sernos indiferente, ya que su ejemplo y sus enseñanzas han inspirado dos grandes civilizaciones, la cristiana occidental y la bizantina, y está ejerciendo renovada influencia en África y Asia.

Hay una cosmovisión cristiana inspirada en el Evangelio que se ha proyectado en las instituciones, las normatividades, la política, el pensamiento, el arte, la literatura, la arquitectura, la ciencia, la educación, las costumbres y, en fin, la vida cotidiana de muchos pueblos.

Aunque ahora se pretende ignorarla, demeritarla y hasta erradicarla, ahí está aún vigente y dando muestras de su fuerza civilizadora. No se puede negar, sin embargo, que es una cosmovisión que postula un ideal no realizado y quizás irrealizable, pues se trata nada menos que de hacer que venga a nosotros el Reino de Dios, que no es de este mundo. Es un ideal que postula que es necesario superar nuestra naturaleza en aras de la trascendencia del espíritu. Puede haber sociedades que acerquen más unas que otras a su realización, pero de ninguna se puede afirmar, como bien lo dijo Chesterton, que sea auténticamente cristiana.

Paul Ricoeur ha dicho que toda civilización surge de un impulso hacia lo alto. Y las de más elevadas miras, pero también las más difíciles, son precisamente las que se inspiran en la cosmovisión cristiana.

En otra ocasión me he preguntado sobre lo que sucedería si en la vida colectiva desaparecieran del todo los valores que promueve el cristianismo. Por ejemplo, ¿qué sería de la fecunda idea de la dignidad de la persona humana si la desconectásemos de sus raíces evangélicas? ¿Qué pasaría si en las relaciones interpersonales desapareciera el valor de la caridad? ¿Qué sería de cada uno de nosotros si abandonásemos, como reza la entrada al infierno de Dante, toda esperanza? ¿Podemos darle sentido a nuestra vida si perdemos del todo la fe en algo superior a lo que consideramos útil o meramente deleitable? ¿Qué valor tendría nuestra libertad si la desligáramos del amor, asunto del que trata una preciosa conferencia de Gustave Thibon que encontré por casualidad en mis frecuentes navegaciones por la red ? (Vid. http://www.fundacionspeiro.org/verbo/1980/V-189-190-P-1159-1169.pdf)

Pero más que a la configuración de las sociedades, el mensaje evangélico se dirige a cada uno de nosotros para ordenar nuestra interioridad y nuestras relaciones interpersonales. Es un mensaje de conversión que nos llama a modificar nuestras actitudes y nuestros comportamientos, así como a relacionarnos amorosamente con nuestro prójimo. De ahí se sigue el mejoramiento de la sociedad: esta cambia para bien en la medida de la transformación de cada uno de nosotros.

La edificación del Reino de Dios parte de nuestras disposiciones íntimas y va cobrando forma en nuestra vida de relación a través del ejemplo, la abnegación en el servicio, la ayuda desinteresada a los demás, la cooperación, el desapego a los bienes terrenales, y todo aquello que entraña la idea de la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt. 5:48).

Es todo un programa de vida en extremo difícil de llevar a cabo. Implica negarnos a nosotros mismos. Cuando creemos haber alcanzado ciertas metas así sean parciales y hasta menudas en ese camino de perfección, cualquier acontecimiento inesperado puede afectarlas y producir retrocesos, como sucede con una decepción amorosa, un fracaso que nos humilla, una enfermedad que nos doblega, un tropiezo que nos desanima, una ofensa que nos hiere y pone a prueba nuestra disposición de perdonar de modo tal que seamos capaces de amar a nuestros enemigos, etc. Solo por la gracia de Dios nos es dable superar estas dificultades y transitar hacia esos estadios avanzados de la vida espiritual.

El cristiano es un ser que anda en contravía de la sociedad que lo rodea. Esta constituye uno de sus tres grandes enemigos: el mundo. Suele presionárselo para que se adapte a sus dictados, cuando su misión es desafiarlo y transformarlo. El gran desafío se da cuando Nuestro Señor Jesucristo se entrega al suplicio de la cruz. A partir de ahí, cada uno de nosotros ha de estar dispuesto a tomar su cruz y seguirlo. Pero son sacrificios  que dan frutos de redención en muchos sentidos.

Muchos pasajes evangélicos nos ponen a prueba, obligándonos a reflexionar seriamente acerca de la vida que llevamos. Pienso al azar en parábolas como la del Buen Samaritano, el Hijo Pródigo, el Pobre Lázaro, la Oración del Publicano, la Dracma Perdida, el Óbolo de la Viuda, los Jornaleros de la Última Hora,  etc. o en episodios como el de la Mujer Adúltera, el Buen Ladrón, el Joven Rico y tantos otros que nos confrontan con nosotros mismos.

¿Nos aprisiona la buena conciencia del fariseo que en su oración se declara satisfecho por sus muestras exteriores de virtud? ¿Creemos tener derecho a ocupar los primeros puestos en el banquete celestial? ¿Nos sentimos mejores que nuestros semejantes? ¿Qué nos espera al hacer el tránsito de esta vida mortal a la eterna? ¿Qué podemos mostrarle al Señor que sea verdaderamente meritorio?

Pienso en esto a menudo y viene a mi memoria el recuerdo de mi madre agonizante que temía presentarse ante Él con las manos vacías, ella que hizo bien por doquiera.



 


sábado, 13 de abril de 2019

Colombia:¿un país ingobernable?

Cuando se expidió la Constitución de 1991, mi amigo José Alvear Sanín promovió la publicación de 12 ensayos sobre la misma y me hizo el honor de pedirme que escribiera el primero de ellos, en el que sostuve que ese que denominé el Estatuto del Revolcón contenía ingredientes susceptibles de hacer ingobernable a Colombia.

El próximo 4 de julio se cumplirán 28 años de la comedia en que Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa y Antonio Navarro dijeron a voz en cuello en cacofónico trío que expedían, sancionaban y promulgaban la carta de navegación dizque para un futuro promisorio en el que se harían realidad todos los sueños de este desventurado país.

Dije, y me ratifico en ello, que era de cierto modo la Constitución de Escalona, pues habían levantado una casa en el aire, que por cierto les quedó en obra negra y llena de remiendos. La que consideraron como obra perfecta e imperecedera, al cumplirse 27 años de su entrada en vigencia ya había sido objeto de 46 reformas (vid. https://www.lanacion.com.co/2018/07/08/a-los-27-anos-de-la-constitucion/), a las que siguieron las relacionadas con el NAF, con las que de hecho se la ha sustituído. No en vano ha observado Jorge Humberto Botero que el texto de ese acuerdo con las Farc, tal como lo refrendó el Congreso en acto a tudas luces irregular y lo legitimó la Corte Constitucional en decisiones más irregulares todavía, tiene todos los visos de una Supraconstitución inmodificable a lo largo de los tres períodos presidenciales subsiguientes a su firma (Vid. https://www.semana.com/opinion/articulo/acuerdo-de-paz-con-las-farc---columna-de-jorge-botero/609125).

Si la Constitución que se expidió en 1991 formalizó un acuerdo que saciara el apetito del M-19, protagonista del peor episodio de nuestra historia, que lo es el Holocausto del Palacio de Justicia, lo que ahora rige por obra y gracia de la claudicación de todos los poderes públicos coloca a la más sanguinaria y despiadada pandilla criminal que ha pisado el suelo patrio en el umbral del poder para que lleve a efecto su proyecto totalitario y liberticida.

En efecto, todo ahí está pensado para que los criminales de las Farc gocen de impunidad, se organicen políticamente bajo la protección de las autoridades, laven su imagen a través de la manipulación de la Memoria Histórica, la Verdad y la Justicia, gocen de libertad de acción para desestabilizar las instituciones invocando la movilización y la protesta populares, capitalicen la acción social del Estado en beneficio del sector rural, consoliden su poder económico por medio del narcotráfico, etc.

El funesto episodio de la "minga" que acaba de paralizar al suroccidente colombiano a lo largo de casi un mes es muestra fehaciente de lo que se avecina. Los agentes de la subversión gozan de la garantía de que sus desmanes no serán reprimidos ni castigados y, por el contrario, darán para ellos los frutos esperados. El gobierno, impotente para hacer valer sus prerrogativas, se siente bien servido porque no hubo el derramamiento de sangre que esperaban los subversivos para desacreditarlo ante el mundo. Se evitó la masacre que ellos esperaban, pero a costa del desquiciamiento de la autoridad.

Este es, en efecto, uno de los grandes males que aquejan a Colombia y la hacen, como digo, ingobernable. Una opinión mal orientada tiende a censurar el ejercicio de la autoridad, ignorando que sin el cabal ejercicio de la misma no puede haber orden ni garantía alguna de seguridad para los derechos más elementales que debe proteger una sociedad civilizada. 

El imperio de la ley ha desaparecido entre nosotros. Los asesinos, los corruptos, los narcotraficantes, los azuzadores, los degenerados, en fin,  los depredadores de todo género, obran a sus anchas porque saben que una ciudadanía desorientada por una prensa mercenaria no está dispuesta a apoyar a las autoridades cuando estas se apliquen a conservar y restaurar el orden social. 

Alguna vez leí un escrito del finado Alberto Aguirre, que en el fondo era un anarquista, en el que citaba un texto de Lévi- Strauss: "La civilización es un reglamento". Pues bien, si queremos hacer de Colombia una sociedad civilizada tenemos que empezar por que sea gobernable, es decir, por la consolidación de la autoridad. Ese es el punto de partida. Si lo desconocemos, todo andará al garete.