lunes, 31 de agosto de 2020

Clamor por la justicia

Miller Soto ha resumido en forma contundente la cadena de arbitrariedades cometidas por la Corte Suprema de Justicia en contra del expresidente y exsenador Álvaro Uribe Vélez (vid. http://www.periodicodebate.com/index.php/opinion/columnistas-nacionales/item/27255-una-corte-incompetente?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+Portada-PeridicoDebate-PeridicoDebate+%28Portada+-+Peri%C3%B3dico+Debate%29).

Por supuesto que los extremistas que consideran que la jurisdicción penal debe ponerse al servicio del odio, la venganza y los intereses políticos más rastreros, están de plácemes viendo a Uribe sometido al escarnio de la  prisión domiciliaria. Pero a la gente sensata, cualquiera sea su orientación, estos hechos tienen que producirle estremecimiento, pues si al dirigente más importante del país se le conculcan de ese modo azaroso sus derechos más elementales, ¿qué puede esperar para sí el hombre de la calle?

El proceso que se adelanta contra Uribe Vélez ratifica mi convicción de que en Colombia ya no hay Estado de Derecho, sino un ominoso régimen de facto con apariencia de institucionalidad. Las reglas de ésta son tan elásticas y acomodaticias que en rigor son arbitrarias.Y cuando en un país se instaura el imperio de la arbitrariedad, cualquier evento puede acontecerle.

Muchos se preguntan acerca de qué hacer para corregir este inaceptable estado de cosas. No hay respuesta clara para ello, salvo que la ciudadanía cobre conciencia de que en 2022 debe votar copiosamente por personas dispuestas a corregir el rumbo disolvente y deletéreo que llevamos.

En un escrito reciente, Alfonso  Monsalve ha llamado la atención acerca de lo que está en juego en el próximo debate electoral: nada menos que la supervivencia de la democracia liberal frente al embate del totalitarismo comunista que está avanzando vertiginosamente en su proyecto liberticida (vid. http://www.periodicodebate.com/index.php/opinion/columnistas-nacionales/item/27246-la-dial%C3%A9ctica-amigoenemigo?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+Portada-PeridicoDebate-PeridicoDebate+%28Portada+-+Peri%C3%B3dico+Debate%29).

El proceso contra Uribe constituye una muestra fehaciente de cómo opera la justicia totalitaria, en la que las garantías que el liberalismo se ha esmerado en implantar en el ordenamiento penal se ven distorsionadas y hasta negadas en la práctica. 

Para la muestra, un botón. El artículo 15 de la Constitución dispone que la correspondencia y demás formas de comunicación privada son inviolables y sólo pueden ser interceptadas o registradas mediante orden judicial, en los casos y mediante las formalidades que establezca la ley. Se sobreentiende que dicha orden debe ser previa, pero el exmagistrado Barceló y sus colegas han considerado que puede haber interceptaciones sin esas formalidades previas, desde que se las apruebe con posterioridad. Es la lógica de fusilar mientras llega la orden o de la ley del bulldozer, que autoriza a derribar construcciones o invadir predios mientras se adoptan las decisiones pertinentes.

El inciso final del artículo 29 de la Constitución es tajante: "Es nula, de pleno derecho, la prueba obtenida con violación del debido proceso"

Pero, como dicen en la Costa, esta disposición "como que no pegó" por allá donde deciden los magistrados. Y, entonces, cualquiera puede preguntarse: si así interpretan y aplican la Constitución los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, ¿qué podrá esperarse de los jueces de inferior jerarquía?

Debo reiterar aquí lo que a menudo dije cuando se negociaba el acuerdo con las Farc: ¡Colombia, despierta!



viernes, 21 de agosto de 2020

El Gran Colombiano

 Álvaro Uribe Vélez podría hacer suyas las palabras que pronunció Santander en su lecho de muerte:"Ojalá hubiera amado más a Dios que a mi patria".

Como todos los seres humanos, tiene defectos, ha cometido errores, a unos les cae bien y, a otros, mal; pero es un personaje sobresaliente cuyas excepcionales cualidades son innegables.

Diríase que su patriotismo es obsesivo, como el de muchos otros líderes que ocupan puestos de honor en la memoria de los pueblos. Deja como legado una obra de gobierno que, pese a sus falencias, lo destaca como uno de los más grandes presidentes que ha tenido nuestro país.

Conocedor al dedillo de nuestra geografía, de la idiosincrasia de nuestras gentes, de los problemas de nuestra sociedad, cuando se lo escucha disertar sobre los mismos es inevitable pensar en otro grande de la patria, Carlos Lleras Restrepo.

Pues bien, tal como lo muestra elocuentemente la historia, es frecuente que el destino de los grandes hombres sea el infortunio promovido por sus malquerientes, por la ingratitud de sus compatriotas o por los azares de la política.

En distintas ocasiones he traído a colación estas certeras y premonitorias palabras  que pronunció Don Marco Fidel Suárez acerca de la suerte final de Cristóbal Colón, que a él mismo le serían aplicables años después y ahora lo son en torno de Álvaro Uribe Vélez:

"El campo a que el almirante dirigía su actividad era el campo de la política, tierra donde se fermentan todas las pasiones y donde se crían las plantas más venenosas. La envidia, la venganza, la ingratitud, la codicia, la calumnia, cuanto guarda de peor el corazón, prospera en ese campo, donde no se presenta al espíritu sino la contemplación de la miserable naturaleza humana, que solo sobrenaturalmente puede amarse" (Obras, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1958, T. I, pag. 856).

¡Todas esas manifestaciones de nuestra abyecta condición se han aunado para labrar la desgracia de Uribe!

Cuál sea su suerte final, es algo que queda librado a la acción de la Providencia. Pero es lo cierto que cuando su hora final llegue, Uribe no comparecerá ante el Supremo Juez con las manos vacías.

Por ahí andan unos zascandiles vociferando que lo suyo es cosa del pasado. Pero su pensamiento es hoy más actual que nunca antes.

En efecto, ¿no es apremiante en esta hora enfrentar la amenaza del castro-chavismo que se cierne sobre nosotros? ¿No es indispensable robustecer la autoridad para garantizar la seguridad de la ciudadanía? ¿No urge velar por un Estado austero? ¿No es necesario dotar de garantías a los emprendedores que trabajan por la prosperidad de Colombia? ¿ No hay que promover la cohesión social, protegiendo a los desposeídos. velando por una sociedad más igualitaria e integrando más armónicamente sus diversos segmentos?

El discurso de Uribe no es retórico ni delirante como el de otros que no le llegan a los tobillos. Está centrado en las realidades, que son el punto de partida de acciones políticas fecundas. No ofrece imposibles y es sabedor de las dificultades que nos agobian. 

Uribe está, como bien lo dice él mismo, secuestrado por la Corte Suprema de Justicia y los enemigos que la azuzan en su contra. Su capacidad de conducción política está severamente limitada, pero su mensaje configura, como decía una célebre colección literaria hace años, un "pensamiento vivo" que está al alcance de quien quiera nutrirse de él y ponerlo en práctica. Al Centro Democrático le corresponde velar por su vigencia y crecerse ante la adversidad presente.

Todavía estamos a tiempo de alzarnos contra los comunistas que aspiran a imponernos su dogma totalitario y liberticida.




sábado, 15 de agosto de 2020

Nuestra democracia en peligro

 A mediados del siglo XX tanto la teoría política como la constitucional consideraban que había de hecho dos configuraciones antitéticas e inconciliables de la democracia, la liberal o pluralista y la popular o totalitaria comunista. Pero con la caída de la Unión Soviética y las democracias populares de Europa oriental, se creyó que había triunfado la democracia liberal que albergaba en su seno, como lo observó en alguna oportunidad Raymond Aron, tanto la derecha no extremista como la izquierda no totalitaria. La cohabitación de una y otra hizo posible que el occidente de Europa, el continente más convulsionado durante la primera mitad de dicho siglo, encontrara la paz política mediante la alternación en el poder de distintas tendencias que no aspiraban a ser hegemónicas y por ende excluyentes.

El Foro de San Pablo y su epígono, el Socialismo del Siglo XXI, alteraron en América Latina ese equilibrio, con la introducción de un nuevo concepto que algún politólogo norteamericano identifica como la democracia iliberal. Su modelo es el que impera hoy en día en Venezuela, donde hay aparentemente instituciones demoliberales, pero distorsionadas de tal modo por el poder dominante que en realidad, más que autoritarias, en la práctica son totalitarias.

Si bien la democracia colombiana adolece de no pocas imperfecciones, su tradición es nítidamente liberal, pero a lo largo de más de medio siglo ha sufrido el asedio violento de fuerzas que se dicen democráticas, que sin embargo buscan imponer un régimen totalitario y liberticida. Esas fuerzas iliberales han adquirido por distintos medios un significativo influjo que hace pensar que en las elecciones del año 2022 podrían llevar a uno de los suyos a ganar la presidencia de la república. Ya se sabe que controlan el poder judicial, el sistema educativo oficial y en buen grado los medios de comunicación que llegan más a las comunidades. Su capacidad de manejo de la opinión pública es cada vez más patente.

El triunfo electoral de esas fuerzas sería a no dudarlo la antesala de graves confrontaciones cercanas a la guerra civil y la revolución. En rigor, implicaría la muerte de nuestra democracia, tal como la hemos conocido.

Traigo a colación un valioso libro en el que cobré interés gracias a un comentario reciente del coronel Marulanda, "Cómo mueren las democracias", de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, cuya edición castellana puede descargarse en Kindle o en este enlace: https://docer.com.ar/doc/xnnc80.

Los autores, ambos politólogos de Harvard, lo escribieron pensando en la situación actual de la democracia norteamericana, que deja mucho qué desear. Pero en buena medida sus consideraciones son pertinentes para el análisis de la nuestra.

Señalaré cuatro de ellas.

La primera toca con la intensidad de la confrontación que afecta el clima de convivencia en el país. Es claro que toda política suscita puntos de vista diferentes, lo cual no es solo natural, sino necesario. Pero, como decía Álvaro Gómez Hurtado, esas divergencias deben moverse dentro de acuerdos sobre lo fundamental. Y esto es lo que está faltando en el debate público. El principal desacuerdo radica precisamente en las concepciones tan disímiles que sus protagonistas sostienen acerca de la democracia, que los lleva a postular interpretaciones radicalmente opuestas acerca de los hechos que configuran la realidad del país. Y no solo esto, sino algo peor: la idea de que el triunfo de unos implica riesgos letales para la supervivencia de otros.

La segunda toca con las reglas de juego. Si no se las respeta ni siquiera por quienes están encargados de garantizar su eficacia, el escenario se vuelve caótico. Es lo que ha sucedido aquí, sobre todo a partir del desconocimiento del No en el plebiscito del dos de octubre de 2016, que significa, ni más ni menos, la desaparición del Estado de Derecho en Colombia. Lo he escrito muchas veces: en nuestro país impera un régimen de facto que apenas exhibe disfraces de juridicidad.

La tercera alude a un asunto poco explorado dentro de la teoría constitucional, pero de enorme importancia: el papel que juegan las convenciones, los usos, las reglas no escritas del juego político. Los autores señalan que esas reglas a menudo aconsejan prudencia y contención en el ejercicio de los poderes. El caso reciente y doloroso de la medida de aseguramiento que ordenó una sala de  la Corte Suprema de Justicia contra el expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez  ilustra sobre la importancia del asunto. Los magistrados que tomaron esa decisión sabían de sus graves efectos políticos. Quizás la adoptaron precisamente para producirlos, lo que ha conllevado un  incremento de la polarización y la idea de que la justicia entre nosotros está politizada en grado extremo. Vastos sectores de la opinión descreen de ella, tal como lo muestran reiteradamente las encuestas.

Me ocupo de una cuarta consideración, que no es la menos grave. Tal vez sea la más inquietante y ocupa buena parte del libro: la falta de mecanismos de defensa del sistema político frente a dirigentes tóxicos que amenazan severamente la salud de los regímenes. Los autores se refieren específicamente a Trump y sus desafueros. Pero entre nosotros tenemos por lo menos dos especímenes virulentos a los que un sistema de controles bien organizado no habría dejado pelechar: Petro y Cepeda. Hay, por supuesto otros, como nuestro "Pinturita", que ya está sacando las uñas. Una democracia sana habría aislado a aquéllos. Pero Colombia está enferma y la patología que sufre  lleva a amplios segmentos a seguirlos. Una encuesta reciente dice que por ahí el 36% de los entrevistados votaría por Petro para la presidencia si las elecciones fueran hoy. ¿No es esto un tremendo despropósito?

Si los partidarios de la democracia liberal no formamos un frente amplio y vigoroso capaz de triunfar con ventaja apreciable en las elecciones de 2022, sus día estarán contados. Yo quizás no alcance a vivir para padecer esa desgracia, pero tengo hijos y nietos. Esa perspectiva me aterra.







jueves, 6 de agosto de 2020

¡Luz, más luz!

Esta exclamación que según se dice fue lo último que se le escuchó a Goethe en su lecho de muerte, viene a cuento a raíz del proveído de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia que le impuso al hoy senador Uribe Vélez a guisa de medida de aseguramiento la reclusión domiciliaria.

No es el caso de referirme a un voluminoso expediente judicial cuyos detalles, desde luego, desconozco. Esa es tarea que abordará la defensa de Uribe. Lo que me inquieta es la oscuridad que rodea la decisión.

Ante todo, llama la atención la ubicua presencia del siniestro senador Cepeda en este que, parafraseando a Balzac, tiene todas las trazas de ser un asunto tenebroso.

Es un hecho notorio la cercanía de ese senador con las Farc y el ELN. ¿Es el verdadero jefe de aquéllas, como algunos piensan? ¿Ha sido compañero de ruta, auxiliador primario o cómplice de esas organizaciones, así la primera de ellas se presente ahora como un partido político legal? ¿Por qué ni la justicia ordinaria ni la JEP se han ocupado de investigar sus estrechas relaciones con la subversión?

Ese senador dice a los cuatro vientos, refiriéndose a Uribe, que nadie está por encima de la ley. Hay que precisar el concepto: nadie, con excepción de él.

Sus nexos con la Corte Suprema de Justicia y la JEP son poco diáfanos. Tiene a su mujer trabajando en este último organismo y uno se pregunta con todo derecho si allí podría darse una causal de pérdida de la investidura. Y resulta que ella tiene cercanía con el magistrado Reyes Medina que es el líder de la persecución de la Corte Suprema de Justicia contra Uribe Vélez.

Cepeda lleva años tratando de llevar a Uribe a la cárcel. Él, que tanta proximidad ha tenido con los perpetradores de los peores delitos de que da cuenta la historia criminal de Colombia, se ha ensañado contra Uribe porque éste ha sido capaz de enfrentar a tales malhechores. Es evidente que Cepeda no actúa en favor de las víctimas, sino de los victimarios. Ha logrado ahora, al menos temporalmente, su cometido.

Hay que preguntarse por el costo de esta victoria que, de pronto, podría ser pírrica.

Si bien parece dejar por lo pronto fuera de combate a Uribe y sumido en el desconcierto al Centro Democrático, es probable que la estocada no sea de muerte. Mal digo, pues en rigor la estocada es algo que viene rodeado de cierta nobleza y lo que se ha perpetrado en este caso es más bien una puñalada trapera, que ha producido en un vasto sector de la opinión la sensación de que nuestra justicia no es confiable, pues está bajo el control de la extrema izquierda. Al hombre de la calle le cuesta enorme dificultad entender que la misma Corte que facilitó la huída de Santrich sea la que acaba de extremar el rigor contra Álvaro Uribe Vélez.

No faltan los que piensan que este proceso, al igual que otros que se han adelantado contra conspicuos personeros del uribismo, prefigura los remedos de juicios en que se han especializado los regímenes comunistas a lo largo de su historia criminal.

De ahí que muchos, al ver la cercanía de Cepeda con la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, estén hoy atemorizados por la suerte de las libertades públicas en Colombia. El comunismo acaba de mostrar con toda fiereza sus colmillos y sus garras, su talante desenfrenadamente agresivo, su insolencia descarada, su vaho pestilente. Esa acción demencial está provocando, como lo ha dicho Fernando Londoño, el despertar de un gigante, la Colombia profunda que, como dijera Don Marco Fidel Suárez, "es tierra estéril para las dictaduras".

Lo que acaba de hacer la Corte bajo la influencia de Cepeda está produciendo reacciones cuyo desenlace no me atrevo a predecir. Pero no dudo que serán de mucha gravedad.




sábado, 1 de agosto de 2020

La dictadura judicial en acción

Por medio de un fallo de tutela, el Tribunal Superior de Cali le ordenó al presidente Duque que borrara un trino alusivo a la Sma. Virgen de Chiquinquirá, por considerar que de ese modo violaba derechos constitucionales fundamentales de un abogado que se sintió lesionado por esa manifestación de fe religiosa del primer mandatario.

Muchos han considerado que esa decisión judicial es un exabrupto que deberá corregirse en instancias superiores. Lo es, en efecto, y no abundaré en nuevos argumentos para corroborar la tesis.

Me interesa, por lo pronto, examinar otras facetas de la cuestión.

Ante todo, observo que la acción de tutela, que se concibió como un instrumento excepcional para garantizar la protección inmediata de derechos constitucionales fundamentales que resultaren vulnerados o amenazados por la acción o la omisión de cualquier autoridad pública, o de particulares comprendidos dentro del inciso final del artículo 86 de la Constitución Política, se ha convertido en un ominoso dispositivo de la dictadura judicial que cada vez resulta más opresiva.

Baste en el caso de marras con preguntarse si el trino presidencial puede considerarse como un acto emanado de la función pública que ejerce el Sr. Duque y, sobre todo, si conlleva vulneración o amenaza de algún derecho constitucional fundamental.

Sólo ensanchando hasta el extremo esas dos figuras, la de acto de la autoridad y la de vulneración de un derecho constitucional fundamental, se logra configurar acá lo que los juristas norteamericanos llaman un caso. Dicho de otro modo, ahí se llega torciéndole el pescuezo a la normatividad.

Esa decisión a todas luces abusiva y rayana en el prevaricato, pone de manifiesto, por una parte, una errónea concepción de lo que debe considerarse como  Estado laico en nuestra Constitución Política, y, por otra, un grosero prejuicio anticatólico.

El concepto de Estado laico surge a propósito de la separación del Estado y la Iglesia, trátese de la católica, las protestantes o la ortodoxa, en los países de tradición cristiana. Esa separación implica que las funciones estatales y las eclesiásticas son diferentes, como también lo son las respectivas organizaciones que las llevan a cabo. Se sigue de ahí que no haya credo oficial ni protección específica para alguno en particular, así como la garantía de las libertades de conciencia y de cultos. La primera da lugar a que nadie sea molestado por razón de sus convicciones o creencias ni compelido a revelarlas ni obligado a actuar contra su conciencia (art. 18  Const. Pol.). La segunda protege el derecho de toda persona a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva ( art. 19 Const. Pol.) Este último declara, además, que todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley.

En el Derecho Constitucional Comparado hay diversas tendencias acerca del laicismo estatal. Una de ellas lo lleva al extremo. Otra, en cambio, es moderada y toma nota de la importancia de la religión en la sociedad, así como del hecho de que  hay diversidad de creencias y organizaciones religiosas sobre las que no le corresponde al Estado tomar partido. 

No cabe duda de que el laicismo estatal en Colombia corresponde a este segundo género. En primer lugar, porque el preámbulo de la Constitución consagra que ésta se ha expedido "invocando la protección de Dios"; en segundo término, porque el artículo 7 proclama que "El Estado reconoce la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana", a la vez que el artículo 8 dispone que "Es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la Nación".

¿Qué duda cabe acerca de que la religión y en especial la católica hace parte de la cultura colombiana?

Reconocer ese hecho tozudo no implica perseguir ni discriminar a las demás creencias ni organizaciones religiosas  Habría que llevar a cabo una profunda y quizás sangrienta revolución cultural para eliminar del espacio público todos los símbolos que dan testimonio de la cultura católica en nombres de calles, lugares y poblaciones, o en lugares de culto y monumentos públicos. Ello no obsta para que los fieles de otros credos e iglesias utilicen dicho espacio para dar testimonio de lo suyo, como en efecto sucede en la práctica.

Hace algún tiempo me tocó presenciar en el parque de San Antonio un nutrido evento patrocinado por quienes ahora se denominan cristianos y me dije que ello era encomiable, pues en  otras épocas nuestra intemperancia religiosa habría llevado a apedrearlos, como relataba mi distinguido discípulo en la UPB, el pastor adventista Jaime Ortíz, que hubo de sufrirlo en sus años mozos, precisamente cerca de dicho lugar.

No me cabe duda de que ese laicismo moderado ha sido positivo incluso para la Iglesia Católica misma, que ha adoptado el lema de Iglesia libre en Estado también libre, obedeciendo en buena medida a las ideas de Jacques Maritain sobre las relaciones de la Iglesia con la Modernidad. Ya tendré ocasión, si Dios me lo permite, de  referirme a la influencia de este notabilísimo pensador en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

Estas consideraciones tocan con otro tópico sobre el que no puedo explayarme en esta oportunidad, y es el de la presencia de lo sagrado en la vida colectiva. Recuerdo acá algo que escribió Chesterton: "Los que dejan de creer en Dios, están dispuestos a creer en cualquier cosa". Se niega el carácter sagrado de las religiones y  acto seguido se proclama el de las ideologías, tal como lo estamos viendo especialmente con la ideología de género. Algo parecido escribió Pascal en sus "Pensamientos".

Cierro llamando la atención sobre la gravedad que entraña el prejuicio anticatólico que es visible en muchos escenarios de la vida colombiana. Como todo prejuicio, está enraizado en la ignorancia y en factores emocionales que obnubilan la cabal representación de los hechos sociales. Esos factores emocionales son el caldo de cultivo de la persecución, al principio soterrada y después la abierta y desenfadada que ya se ve venir. Por desgracia, como lo señalé hace tiempos en otro escrito, la Iglesia ya no es militante, sino claudicante.