Así titula un escrito de José Ortega y Gasset en el que posa su mirada más allá de la filosofía de la inmanencia que proclamó en "El Tema de Nuestro Tiempo" y vislumbra el mundo trascendente de que se ocupa la metafísica tradicional.
Ese mundo trascendente es el del ser eterno, que Edith Stein contrapone al ser finito, o el ser necesario que funda al ser contingente, asunto del que se trata con admirable lucidez Claude Tresmontant en "Cómo se plantea hoy el tema de la existencia de Dios".
Dado que la ciencia actual asume que el universo físico tuvo comienzo y tendrá fin, el suyo no puede considerarse como ser eterno y necesario. Éste, indudablemente, está más allá y condiciona el origen y el destino de aquél. La razón última no ubica en el mundo tangible, sino en la esfera de la trascendencia.
No obstante, para cierto pensamiento místico ese ser necesario y eterno es un Deus Absconditus, que se oculta y es, por ende, incognoscible.
La metafísica bíblica lo ve de otra manera. Siente su presencia y reconoce su acción sobre el mundo. El profeta Isaías lo anuncia: "He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Isaías 7:14). Ese nombre significa Dios con nosotros (Mt. 1:23).
Pues bien, eso es lo que celebramos con efusión en estas fiestas navideñas: la llegada del Niño Dios, cuya enseñanza, en su madurez, nos da a conocer la verdad que nos hace libres y nos traza el camino de la bienaventuranza eterna.
Lo anuncia el ángel a los pastores, según el relato de San Lucas: "No tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una gran noticia, que será motivo de alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, ha nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor. Miren cómo lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc. 2, 10-12).
Agrega el Evangelista que acto seguido hubo una manifestación de seres celestiales que entonaron este canto de alabanza al Creador: "Gloria a Dios en lo más alto del cielo y en la tierra paz a los hombres: esta es la hora de su gracia" (Lc. 2, 14).
Nuestras creencias cristianas remiten a cuestiones profundas que desafían el sentido común, la racionalidad ordinaria, que se mueve, como reza un interesante libro de Jean Guitton, entre el absurdo y el misterio. Se apoyan, es cierto, en la fe, pero ésta no es arbitraria, pues se nutre de razones y de hechos plausibles, el principal de ellos, la existencia histórica de Jesús de Nazareth, que culmina con su muerte, su resurrección y su ascensión al Cielo, desde dónde vino. Lo que proclama san Pablo, un testigo de excepción, es decisivo: "Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe" (https://www.bibliadenavarra.com/2019/02/si-cristo-no-ha-resucitado-vana-es.html). Ese hecho histórico sustenta toda nuestra creencia.
El coro angelical que acompaña a la navidad entona una promesa de paz, que está en el núcleo de los Evangelios y es tema de las últimas manifestaciones del Resucitado a sus discípulos: "Paz a ustedes" (Mt. 28:9; Lc. 24:36).
La paz que se anuncia no consiste en la claudicación ante los violentos que promueve la "paz total" del que nos desgobierna, sino en un estado de armonía que fluye del ánimo de las personas, primero en su fuero íntimo, y luego en su vida de relación, hasta proyectarse en el escenario colectivo. Es la paz que trae consigo la presencia del Reino de Dios, que "está en medio de ustedes" (Lc. 17.21).
Cuando en el Padrenuestro rezamos "venga a nosotros tu reino", pedimos ante todo su presencia en nuestro interior, que trae consigo la serenidad para aceptar las cosas que no podemos cambiar, el valor para cambiar las que podemos y la sabiduría para reconocer la diferencia, tal como dice la preciosísima Oración de la Serenidad, quizás la segunda más recitada después del Padrenuestro.
Desde luego que es una paz inconcebible para mentes trastornadas y calenturientas en las que bullen los rencores, los resentimientos, las envidias y todos aquellos defectos de carácter que nos llenan de desasosiego.
Es lástima que ahora que celebramos la presencia de Dios entre nosotros al festejar la natividad de su Hijo, el que nos desgobierna haya prescindido de mencionarlo al darle posesión al nuevo procurador general, al que juramentó ante el pueblo de Colombia y no ante Dios. Si la Constitución en su artículo 192 ordena que el presidente tome posesión diciendo "Juro a Dios y prometo al pueblo cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia", parece que todo funcionario deba someterse a la misma fórmula. Pero el actual inquilino de la Casa de Nariño parece que aspira a desalojar a Dios del espíritu público.
Feliz Navidad y venturoso año venidero es mi deseo ferviente para todos mis apreciados lectores.
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